Hace poco, hemos visto niños y niñas centroamericanos enjaulados, sollozando, llorando, separados de sus padres por el gobierno de los EEUU, ha conmovido a medio mundo, con una mezcla de rabia y vergüenza ajena. Son los primeros resultados (¿”daños colaterales”?) de la política de “Tolerancia cero”, inhumana y calculadora, que el presidente estadounidense Donald Trump ha impuesto recientemente. El Ejecutivo norteamericano ha decidido poner en peligro una vez más la integridad física y emocional de niños y niñas. “Una vez más” porque para ellos probablemente este sea su tercer momento de gran riesgo: el primero, la violencia y la exclusión en sus propios países; el segundo, el viaje, a menudo lleno de peligros. El tercero, este: la migra, Trump.
Muchos se han preguntado ya por el efecto que tendrá sobre los niños ser arrancados de sus familias, por la a estas alturas utópica idea de reunificación familiar, que en otras épocas dábamos por sentada.
El problema no es nuevo: EEUU, tan migrante, decidió en algún momento lidiar con los migrantes indocumentados como si fueran criminales, y con sus hijos como si no fueran humanos. Trump ha dicho que invaden, que infestan el país. No recordamos haberle oído mencionar la palabra “peste”, pero ese parece el trasfondo: los ve como una peste, como una enfermedad que se propaga, como cualquier cosa salvo personas. Así que el problema no es nuevo, pero la gravedad de la respuesta sí se ha intensificado: Trump no solo ha endurecido las medidas para detener la migración (cierta migración, la que viene fundamentalmente desde Centroamérica), sino además la criminaliza y la envuelve en un sudario despiadado de odio y xenofobia.
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En el 2011, durante el gobierno de Barack Obama, el estudio Familias destrozadas: La intersección peligrosa de la Aplicación de Leyes de Inmigración y el Sistema de Cuidado Infantil, del Centro de Investigación Aplicada, de Estados Unidos, subrayaba que las políticas de inmigración y las leyes basadas en buscar el bienestar infantil y en la suposición de que las familias deberían estar unidas se estaban convirtiendo en papel mojado. Esta misma fuente señala que en el 2011, el gobierno federal había deportado a más de 46,000 madres y padres de niños ciudadanos de EEUU. En aquel 2011 se ofrecía el dato que 5,100 niños de padres detenidos y deportados vivían en cuidados de crianza temporal. Se calculaba que en 2016 esa cifra aumentaría a 15,000 niños
En el 2014, más de 56,000 niños y niñas de países del norte de Centroamérica daban señal de alerta por encontrarse en la frontera norte de México. Esta vez era niñez no acompañada detenida en la frontera. En ese momento, algunas instituciones señalaron que si bien el problema no era nuevo, el flujo de niñez no acompañada había crecido como respuesta a una acumulación de casos que habían saturado las cortes y por lo tanto la política anti-inmigratoria no podía seguir entregando los niños y niñas a sus padres.
Como resultado de esta crisis, EEUU se propuso agilizar las deportaciones, frenar la migración desde la frontera sur de México, reformar la ley Raice Act (inmigración en cadena que permitía entregar visas a niños, adolescentes y adultos si un familiar residente en EEUU pedía la reunificación); el Programa de Refugiados de Menores Centroamericanos (hijos e hijas de Guatemala, Honduras y El Salvador, de padres ciudadanos en EEUU); y echar a andar el Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte.
En definitiva, durante el Gobierno de Obama, la migración desde Centroamérica pasó a ser considerada una prioridad, como lo demuestra el hecho de que lo tuviera en cuenta en uno de sus discursos sobre el estado de la nación. Y si bien es cierto que este presidente llegó a convertirse en lo que algunos han llamado Deportador en jefe, también lo es que su aproximación final al problema tuvo menos que ver con lo que John Kelly, entonces jefe del Comando Sur y hoy jefe de Gabinete de la Casa Blanca, proponía (una solución militar contra el narcotráfico) y más con una mirada socioeconómica.
Con Trump esa respuesta ha cambiado en buena medida, y se ha vuelto más intempestiva y cruel, además de contraproducente. Era previsible: Con su política de “Tolerancia cero” (qué grave cuando el anuncio de intolerancia es apenas un eufemismo de la realidad) pretendía a un mismo tiempo desgastar a sus adversarios demócratas y enviar el mensaje de que rechazará brutalmente la “migración ilegal”, la aparición de niños en la frontera y la política de reunificación familiar. Hace tiempo que lo había anunciado.
Lo que no era previsible era que trastabillaran tanto al defenderlo. Primero dijeron que era lo justo y que EEUU no podía hacerse cargo de todos los desheredados de la Tierra, luego dijeron que solo estaban cumpliendo una ley demócrata, que no les quedaba más remedio, que a ellos tampoco les gustaba, que la ley es la ley y es dura pero es ley, dijeron múltiples cosas, y luego, cuando se dieron cuenta de que su discurso estaba atravesado de banalidad y de mal (o de que esa banalidad del mal no les estaba funcionando) dijeron que en realidad lo que pretendían era evitar el tráfico de menores. Hubiera sido un buen giro de haber resultado creíble.
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La Centroamérica que ha observado todo esto con pavor y griterío pero sin sorpresa ni interés proporcional recibió ayer al vicepresidente Pence en medio de problemas sociales y tensiones políticas agravados, y con parte de sus élites locales asfixiadas o como mínimo asustadas por los procesos de lucha contra la corrupción. Atravesadas también por pequeñas o grandes intrigas intestinas, pero negándose a reformas emancipatorias que podrían, al menos, mitigar o aliviar algunos problemas básicos.
Los gobernantes locales atendieron a Pence en conjunto, y recibieron una reprimenda más o menos directa y más o menos encubierta por no saber controlar a sus ciudadanos. El vicepresidente adoptó el tono amenazante y colonial de quien viene a arengar a súbditos o a civilizar a bestias para decir “dejen de mandarnos marginales”. Dijo: respétennos igual que nosotros les respetamos. Como si no supiera la historia de intervención e imposición que ha caracterizado las relaciones de su país con los nuestros; como si no fuera consciente de que esta situación de ahora tiene, cuando menos, ciertas raíces en sus decisiones y sus políticas históricas y actuales (sin ir muy lejos, cómo abordan el narcotráfico).
No se reunió por separado con el presidente Jimmy Morales, pese a los esfuerzos tan ímprobos como fútiles que este y su canciller han hecho por congraciarse con la Casa Blanca, al punto de ni siquiera levantar la voz contra el trato cruel que sus ciudadanos estaban recibiendo en EEUU. El único presidente que planteó su preocupación ante Pence por la situación de los niños separados fue Salvador Sánchez Cerén, de El Salvador. Jimmy Morales pidió que EEUU facilitara regularizar su situación a los guatemaltecos radicados allí desde hace años, pero fue aun más raudo en asegurar que establecerá controles más rígidos en las fronteras, con mayor número de efectivos de la policía y el ejército. El ridículo y el servilismo de la medida es fácil de vislumbrar: poner soldados a intimidar a migrantes que durante décadas han tomado una ruta llena de los mayores peligros que alguien pueda enfrentar.
Llegó Pence también cuando el ruido de la crisis ha sido puesto en sordina, en cierto modo debido a que su gobierno anunció una fingida marcha atrás ante la presión interna e internacional por acabar con las separaciones. Todo apunta a que aspira a detener las separaciones, pero ampliar el plazo que los niños pueden pasar encarcelados con sus progenitores, que hasta ahora era de 20 días. Mientras tanto, las diversas negociaciones que están en marcha deberían servir para aliviar la tensión derivada de las amenazas sobre los diversos sectores inmigrantes: dreamers, niñez, padres indocumentados, y documentados por los TPS (Honduras y El Salvador); así como los casos de quienes demandan asilo. Esto solo puede resolverse con una discusión profunda y plural en Estados Unidos sobre la inmigración y sus alternativas, retomar lo que ha sido la propuesta de “Reforma migratoria” pues todo indica que su sistema ha colapsado. De lo contrario, sin una política (y un modelo de desarrollo) que logre mitigar y transformar la migración, la región corre el riesgo de implosionar, con consecuencias lúgubres para todos, incluidos los EEUU. Decimos “corre el riesgo” porque hay que conservar un punto de optimismo si queremos seguir vivos.
Vino Pence, vio y dio órdenes. ¿Venció? La realidad no responde a instrucciones, aun si Morales, Sánchez Cerén o Juan Orlando Hernández se plegaran a ellas. Ninguno de esos comandos tendrá demasiado éxito. Hay demasiadas cosas por resolver, y no basta poner cercos y levantar empalizadas o la voz para transformar la migración. Es necesario solventar las causas que la generan. Esto implica discutir el Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de forma abierta, transparente y plural, para lograr mayores equilibrios en la relación de Estados Unidos con Centroamérica, para que sus políticas no sean de mayor securitización migratoria, sino de cooperación en términos de contribuir de forma contundente con erradicar la corrupción de sus Estados, fortalecer y democratizar sus sistemas económicos y políticos. Pero sobre todo implica superarlo. No podemos cifrar nuestro futuro en un plan que hoy por hoy bebe de los intereses de EEUU. Podemos apoyarnos en él, pero no delegar nuestras responsabilidades ni nuestro modelo de desarrollo. Sólo reconociéndonos como país y como región y con un sentido de corresponsabilidad, se podrá cambiar las difíciles condiciones de vida en estos territorios y abordar otros problemas hemisféricos, como el narcotráfico y crimen organizado, que agudizan las condiciones de violencia y de irrespeto a los derechos humanos fundamentales. Sólo con Estados funcionales y al servicio de las mayorías. La responsabilidad y la estrategia debemos asumirlas: son nuestras, con Trump y sin Trump; y eso es difícil que cualquier utópico TPS lo vaya a cambiar.