Si hacés bien las cosas, todo parece funcionar en tu contra. Terminás adaptándote al sistema para sobrevivir, me confesó con resignación. También insinuó que le molestaban mis posturas respecto a la corrupción. No entendés, insistió, y además se está dividendo mucho a la gente.
Terminé la conversación con cierta pesadumbre. Difícil no ser impunidad cuando somos parte de una sociedad donde solo 3 de cada 100 delitos son juzgados. Sin contar los delitos que callamos y no entran a los sistemas de información. Es una cuestión estructural. El sistema nos absorbe con facilidad en su retorcida lógica y normaliza aquellas prácticas ilegales y antiéticas que quebrantan el bien común. Cedemos, cerramos los ojos y seguimos con nuestras vidas, de manera que nos sumamos a ese (ya no tan) silencioso pacto de lealtad y complicidad, porque la conciencia pesa y ahora nos pueden señalar a nosotros también.
Sin embargo, la empatía y el apoyo incondicional a seres queridos en este tipo de conflictos no deben ser sinónimo de tolerar que sus acciones permanezcan en la impunidad. Después de todo, eso es algo que sí nos divide. Y la división, en estos casos, no es mala. Aquí no hay un todo incluido. Aquí lo que queda es decidir de qué lado queremos estar partiendo de la claridad de que buscar la unidad desde esta perspectiva es sinónimo de someterse a la impunidad.
Trazar esta línea en lo cotidiano no es sencillo, más cuando se trata de gente muy cercana. Hay personas que deciden contraatacar, fabricar discursos para socavar la reputación de quienes las investigan y acordar con otros en situación similar tácticas de todo tipo para no enfrentar la justicia. Son los más visibles y los que usualmente creen que tienen más que perder. También hay personas que deciden marcharse a un autoexilio de impunidad hasta que el statu quo retome el control total del sistema de justicia. Con tierra de por medio, colaboran financiando acciones que agilicen la recuperación absoluta del sistema. Y están los que saben que siempre existe la posibilidad —ese momento decisivo— de aceptar y asumir la responsabilidad de lo que se hizo y las consecuencias. Podemos favorecer la impunidad o desmarcarnos para posicionarnos del lado de quienes estamos en su contra sin importar las implicaciones. No es una cuestión de conveniencia, lealtad o vínculos afectivos: es una cuestión de principios.
Podemos equivocarnos, sentirnos presionados a dar un soborno o a agilizar el pago de un crédito fiscal. También podemos decir que hay intenciones políticas detrás o que se busca imponer una agenda ideológica. Incluso, que las consecuencias en la economía del país son serias. Nada de esto cambia el hecho de que, independientemente de nuestros círculos socioeconómicos o de otras condiciones como etnia, género, ideología o religión, debemos aceptar la responsabilidad de nuestros actos. Nada justifica no hacerlo y, peor aún, nada justifica tratar de normalizar la impunidad en nombre de la patria, de la familia o de la institucionalidad y atacar sistemáticamente a quienes tienen el deber de investigar.
En medio de tantas mentiras y señalamientos, la necesidad de apostarle a la verdad se hace más urgente. Debemos perder el miedo a rechazar la impunidad —incluso en los espacios más íntimos— y posicionarnos de manera contundente y pública en su contra. Denunciar a quienes la justifican y defienden a toda costa. Reconocer que gente a la que admiramos e incluso amamos no hizo lo correcto y que no por eso tenemos que tolerarlo. Insistir en la vía pacífica y democrática aunque existan voces que busquen provocar enfrentamientos violentos. Admitir con valentía que nosotros también nos hemos equivocado, pero estar dispuestos a responsabilizarnos por ello. Romper el silencio de una vez por todas y, a pesar de pequeñas y grandes diferencias entre nosotros, caminar la senda de quienes repudian la impunidad, esa que mata, destruye espíritus e impide ferozmente que todos los guatemaltecos abracemos y materialicemos con libertad nuestros propósitos de vida.
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