El 23 de abril se cumplió el hito temporal caprichoso que pretende interpretar, a partir de un plazo muy corto, cómo será el mandato de un presidente. En el caso de Bernardo Arévalo, la interpretación del relato de los 100 días es tan variada como compleja la situación política de Guatemala.
Sobre su mandato pesan grandes expectativas. La gente espera cambios profundos de manera acelerada. Quisiera despertar ya mismo a una realidad sustancialmente distinta, donde el Estado presta servicios de calidad y genera vías de desarrollo. Al mismo tiempo, se exigen acciones radicales destinadas a defenestrar la alianza criminal que se apoderó del Estado. En esta línea, se demanda al presidente que deje de lado «la tibieza» y busque una salida para destituir a la fiscal general. Se le sugiere incluso que desconozca los fallos de la Corte de Constitucionalidad en su misión para lograrlo.
¿Cuáles son las múltiples caras de estas expectativas?
Demandar que el Estado funcione de manera adecuada y cumpla con la procura del bien común y el desarrollo tendría que ser la más razonable de las expectativas ciudadanas. El problema de la racionalidad de esta expectativa radica en los tiempos. ¿Puede reformarse en pocos meses un país que no ha sido gobernado por al menos diez años y que, además fue entregado a la más brutal corrupción? ¿Cómo se abordan en un período tan corto las batallas estructurales que, al fin y al cabo, son las que cuentan?
De igual manera, resulta evidente que depurar el Ministerio Público y poner con ello un límite al abuso del sistema judicial son demandas justificadas. Hemos atravesado límites preocupantes que imponen la urgencia de terminar con el poder abusivo y el desvío institucional que se ejerce desde sus trincheras. El lawfare, la represión de la disidencia política, de la libertad de expresión y de muchas otras garantías, así como la sombra de una intención de golpe de Estado que persiste, son evidencias contundentes de la urgencia por rescatar la institucionalidad de la justicia.
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No puede soslayarse que las demandas anteriores son complementarias. Resulta difícil avanzar en un proyecto de Nación con un mecanismo hostil y perverso que no solamente socava el poder del gobierno electo, sino que también evita la profunda depuración de la corrupción. Solamente del Micivi se han presentado ya 35 denuncias por corrupción y, en dos de ellas, la suma defraudada asciende a cerca de 7,000 millones de quetzales. Cuando se haga el corte de caja definitivo, ¿a cuántos miles de millones de quetzales ascenderá lo que se sustrajo a la satisfacción de las necesidades colectivas? La impunidad de estos casos sería una afrenta al pueblo de Guatemala.
Paradójicamente, tampoco puede eludirse la comprensión de que las anteriores expectativas podrían ser excluyentes si no se manejan con cautela. La destitución de la fiscal general resultará en una crisis institucional. Cualquier acción presidencial en esa línea terminará en manos de una CC que ahora preside Néster Vásquez, el único magistrado que no suscribió la resolución que permitió a Arévalo tomar posesión. No respetar las resoluciones de la CC, podría ser la excusa perfecta para un golpe de Estado por parte de las redes mafiosas que todavía ostentan mucho poder.
En medio de una crisis que puede alcanzar grandes proporciones e, incluso, poner en riesgo la permanencia de Arévalo en la presidencia, no podrían esperarse grandes avances en lo otro: rescatar las funciones básicas del Estado y enderezarlas hacia el cumplimiento del bien común. Los esfuerzos por avanzar en un proyecto de Nación que ha tenido magros avances desde la firma de los Acuerdos de Paz podrían quedar paralizados o, en el peor de los casos, ser abortados.
No cabe duda de que estamos en medio de un complejo dilema. Simplificar esta complejidad, asumiendo que al elegir a Arévalo elegimos a un salvador, resulta errado. En lugar de cometer este acto de inmadurez, debemos asumir que estamos en medio de una difícil guerra que nos concierne a todos y va más allá del presidente actual. El hecho de que actualmente el dinero del Ejecutivo no sea el protagonista de las negociaciones políticas con los diputados, o con la multiplicidad de manos que han servido para mantener en su lugar las redes mafiosas, es de por sí una anomalía para las redes criminales y genera reacciones adversas. Una amenaza real es el empantanamiento vicioso de la agenda legislativa que antes se aceitaba con el dinero para pagar votos. Pero esta no es la única amenaza.
Caminando al filo de la navaja, Arévalo no ha apostado a acciones audaces o «victorias rápidas». Lo que sus ministros y funcionarios exponen en los distintos foros es que el esfuerzo del gobierno se centrará en los cambios estructurales necesarios para transformar un Estado obsoleto, disfuncional y proclive a la corrupción, no solamente por los viciosos actores, sino porque la institucionalidad misma es débil y precaria. Los cambios estructurales son los más duraderos y deseables, pero requieren de paciencia pues no se obtienen de forma rápida. ¿Estará dispuesta la ciudadanía a esperar?
Hay otras preguntas: ¿Podrá el presidente pasar el examen de gestionar políticamente la crisis que plantea el tener a una buena parte de las instituciones socavando su mandato? ¿Podrá mantener la convocatoria necesaria para que el pueblo lo respalde en las decisiones que, ineludiblemente, deberá tomar?
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En medio de una guerra por el poder que no resolvió el evento electoral, la ciudadanía necesita liderazgo. Desafortunadamente, el mayor pecado del actual gobierno ha sido su limitada capacidad de comunicar. Sin cuadros capaces en la comunicación política, sin la construcción de una bien pensada y bien difundida narrativa, el presidente tendrá dificultades para afrontar las tormentas que vendrán, una tras la otra.
Ante el vacío de la comunicación (que por ahora ha sido la norma), dominará la narrativa de quienes desean su fracaso. El presidente Arévalo deberá, tarde o temprano, afrontar el dilema que tiene entre las manos. No podrá eludir la necesidad de elegir un camino político (más que jurídico) para resolverlo. Si logra liderar a la ciudadanía, aglutinará el poder necesario para ganar el pulso. Pero se quedará solo, si no comunica, convence y avanza con logros tangibles.