En los últimos años, la realidad perversa de la corrupción sistémica llevó a Guatemala a extremos de cinismo y degradación. Recordemos que las acciones de la Cicig habían arrinconado a muchas de las redes criminales corruptas con investigaciones bien fundamentadas y sustentadas con evidencias. A partir de la finalización del mandato de la Comisión, se inició un cuidadoso desmantelamiento de los casos que estaban planteados y se concretó la liberación de más de cien operadores corruptos de altos vuelos, dejando en la impunidad grandes casos de corrupción.
Esta labor demoledora estuvo a cargo del Ministerio Público liderado por Consuelo Porras y de un grupo de jueces afines, con la connivencia de la CSJ y la CC. Todos alineados, no para perseguir el crimen y castigar a los culpables como lo demanda su cargo, sino para lograr lo opuesto: utilizar el poder público para entregar el Estado a las mafias.
Nunca como durante el gobierno de Alejandro Giammatei se tuvo la sensación de una total alineación destructiva. Prácticamente se convirtió en normal que, mientras los criminales salían de prisión, los fiscales que habían denunciado los casos de corrupción eran incriminados. Los jueces probos tuvieron que salir del país, perseguidos criminalmente. Igual suerte corrieron periodistas, manifestantes, activistas. El Estado dejó de ser garante de los derechos y libertades que establece la Constitución, para convertirse en un ente que actuaba en defensa de la corrupción, la represión y el abuso de poder.
No es una revelación que el MP ha estado en el centro de este giro perverso. La propia fiscal general y las personas de su entorno se encargaron de exponer esta situación con derroche de altanería. Hicieron de Rafael Curruchiche un fiscal estelar, no solamente encargado de defenestrar los casos planteados durante el mandato de Cicig, sino a cargo de casos ejemplificantes como los planteados contra José Rubén Zamora y Virginia Laparra.
En un avance peligroso del poder demoledor, también lideró los casos encaminados a impedir que Bernardo Arévalo tomara posesión del cargo y del caso, muy cuestionado por innumerables juristas, en contra del partido Semilla que ha impedido a sus diputados ejercer sus funciones y al electorado contar con los representantes que eligió. Estas violaciones a la democracia no deben quedar impunes.
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En contraposición al alto perfil de casos perversos, no se presentaron investigaciones significativas de corrupción durante la gestión de Alejandro Giammatei, a pesar de fastuosos escándalos como el de las vacunas de COVID19 o la danza de millones que se distribuyó como dinero clientelar para las elecciones. Frente a la evidente escalada de la gran corrupción, generalizada dentro del Estado, la acción del MP ha sido nula en el mejor de los casos. En el peor, ha cerrado descaradamente investigaciones sin ninguna justificación como en el caso de Alejandra Carrillo, quien volvió inoperante el Instituto de la Víctima durante su gestión y fue acusada de haber entregado un buen número de plazas fantasma a cambio de favores. Resulta significativo que el fiscal que realizó esta investigación enfrenta un proceso penal que sabe a criminalización.
Estas situaciones son ampliamente conocidas en Guatemala. No en balde el plantón que duró más de cien días frente al Ministerio Público buscaba la renuncia de la fiscal general y más de 200 mil firmas ciudadanas con la misma petición. El ataque al proceso electoral, se convirtió en un escándalo internacional. Más de 30 países han señalado a la fiscal general como un agente corrupto, aparte de los múltiples reclamos por violaciones a los derechos humanos y al debido proceso que han generado sus acciones, de las que también se han ocupado organismos internacionales.
A pesar de la evidencia del incumplimiento de deberes y otras serias violaciones cometidas en su gestión, la fiscal general se siente empoderada. La razón es que en Guatemala ya no existe un mecanismo para obligarla a rendir cuentas. Recordemos que la Constitución establece al Ministerio Público, no como un órgano independiente, sino como un órgano auxiliar de la Administración Pública con funciones autónomas (artículo 251). En coherencia con esta concepción, el citado artículo le concede al Presidente la potestad de remover al fiscal general “por causa justificada, debidamente establecida”.
La Ley Orgánica del Ministerio Público, originalmente, respetaba la amplitud del texto constitucional (artículo 14). Sin embargo, en un afán de otorgar mayor autonomía a este funcionario, en el año 2016, se modificó este artículo y se estableció como única razón justificada la comisión de un delito con una sentencia firme. En términos prácticos, esta reforma constituye un blindaje y, por tanto, sacrifica la rendición de cuentas.
Además, existe la duda razonable de si resulta inconstitucional debido a que condiciona y limita una potestad otorgada por la Constitución. Según el criterio de muchos juristas, el presidente Arévalo podría ampararse en el texto constitucional (ignorando la reforma de la LOMP) para despedir a la actual fiscal general, sin embargo, hay que considerar que, al final de ese camino, la CC podría revertir esta decisión.
Se pudo legislar de manera menos dañina. El blindaje total propicia un abuso de poder que, en el caso que nos ocupa, ha llegado a afectar a los ciudadanos de manera directa en sus garantías constitucionales y ha servido para atacar al propio Estado al iniciar procedimientos tendentes a desconocer los resultados electorales.
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En todo caso, actualmente en Guatemala, no existe la posibilidad clara e indiscutible de obligar a un fiscal general a rendir cuentas, ni se le puede despedir. Por tanto, puede incumplir sus deberes de investigar los crímenes y procesar a los responsables, puede cerrar casos o actuar de manera negligente, puede atentar contra el proceso electoral, ir en contra de las garantías individuales, eludir el debido proceso. Puede, de hecho, convertirse en un enemigo del propio Estado al proteger criminales. Ni el ejecutivo, ni la sociedad, tienen los recursos legales efectivos para reaccionar.
Uno de los mecanismos de control podría ser el propio sistema de justicia. Resulta un mecanismo limitado pues, aparte de la discrecionalidad del MP para ejercer la acción penal, gran parte de la actividad investigativa es de carácter reservado. Aun así, podría obrar como un mecanismo de control. Desafortunadamente, el sistema de justicia continúa cooptado con jueces que actúan en clara cooperación con los fines espurios del MP. También las altas cortes han fallado.
Lejos de servir de contrapeso, los penosos fallos de la CC parecen relegar la normativa constitucional a segundo plano, en favor de legalismos insustanciales que son fundamento de las graves acciones de las fiscalías. Han avalado evidentes violaciones al debido proceso como en el caso de José Rubén Zamora, monstruosidades jurídicas como la utilización de la Ley contra el Crimen Organizado, por encima de leyes específicas y de rango superior, o la restricción de las garantías constitucionales, al amparo de normas de dudosa aplicación, sin evidencias serias, sin argumentos aceptables desde la teoría jurídica.
Por su parte, el presidente Arévalo resulta ser una anomalía en el orden de cosas que se había impuesto hasta el 14 de enero. Para cumplir con su compromiso de encauzar el Estado, necesita contar con que las instituciones y organismos van a actuar acorde con sus obligaciones. Sin embargo, se encuentra con amplios bloques institucionales empeñados en obstaculizar este proceso. ¿Cómo se puede combatir la corrupción si el propio Ministerio Público protege a los funcionarios con impunidad? ¿Cómo se puede confiar la seguridad del Estado a este órgano pervertido? ¿Cómo se puede obligar a la fiscal general al cumplimiento de deberes con una CC que deja vacante su función primordial de defensa constitucional?
No podemos aceptar con resignación la existencia de un funcionario con tanto poder como el fiscal general sin mecanismos de rendición de cuentas. No es posible permitir la burla de los criminales, parapetados en un sistema de impunidad, mientras ciudadanos decentes temen persecución penal. Es necesario un debate público acerca de cómo reaccionar ante el incumplimiento de deberes de la fiscal general pues preocupa que continúe en el cargo. Además, se deben proponer las reformas legislativas que sean necesarias para restablecer pesos y contrapesos que impidan en el futuro un fenómeno tan peligroso como el que hemos vivido en los últimos años.
El funcionario que concentra el poder punitivo del Estado no puede estar en manos inescrupulosas sin que haya una manera realista de removerlo de su cargo. Si no podemos resolver este problema, será difícil reconducir al Estado a su legítimo cauce que es la búsqueda del bien común. Esta finalidad, que justifica la existencia misma del Estado, no puede alcanzarse cuando hay una disfuncionalidad interna que ataca este propósito de manera frontal e impune.