La concepción de territorio, desde la ciencia y política del occidente, señala que es una porción de la superficie terrestre que es delimitada y controlada por un Estado, una comunidad o individuo. El territorio suele ser visto principalmente como un recurso económico.
Para los pueblos indígenas no solo es una porción de tierra, ya que tiene un valor cultural, espiritual, material, político y articulado a la concepción vital de Madre Tierra.
Los intereses coloniales y su lógica de dividir para dominar, crearon pueblos confrontados, aislados, abandonados, invadidos, excluidos del Estado y de la historia (tanto por la intencionalidad del poder colonial como de la actitud de resistencia de los pueblos, para no integrarse en las condiciones marcadas y obligadas: integración-segregación al mismo tiempo).
Por los intereses económicos del colonialismo y por la reivindicación legítima de los pueblos, el territorio es un espacio conceptual, simbólico y material en disputa, donde se incuban y desarrollan las identidades. Pero también la narrativa histórica se disputa para contrarrestar la narrativa oficial que legitima la invasión y la dominación.
Por eso, la fecha que se quiere imponer en el recuerdo social, de 500 años de fundación de Quetzaltenango, intenta suprimir identidades, historias y legitimidades y es expresión de la colonización de las mentes y conciencias, incluso de algunos indígenas. En pocas palabras, imposición de un patriotismo excluyente.
El colonialismo legal y religioso expropió los territorios para fundar no solo ciudades e implantar un modelo económico, sino también sustentar una identidad nueva basada en valores occidentales. Y eso se vuelve epopeya histórica para unos y dolor para otros.
La resistencia indígena, también se basa en identidades culturales, cosmogónicas y territoriales que han sido reprimidas por la violencia colonial y el odio racista. Durante 500 años la lucha por imponer identidades externas y por defender legítimamente y validar las propias ha sido el motor dialéctico que ha definido el modelo de relaciones entre estado y pueblos. La historia oficial ha sido el instrumento utilizado para anular historia e identidades milenarias.
Con las intenciones de celebrar los 500 años de la fundación de Quetzaltenango, se trata de expropiar el significado y valor del territorio en beneficio del colonialismo. Primero, se expropió materialmente y ahora con las narrativas de la colonialidad se pretende expropiar simbólicamente a favor de una identidad ajena a la de los pueblos y surgida hace 500 años.
Pareciera que antes de 1524, ni los pueblos, ni su territorio e historia existían. Al pretender celebrar/conmemorar una fecha inicial de la historia, no solo de Quetzaltenango, sino del Estado guatemalteco, se busca anular el rumbo y continuidad histórica de los pueblos indígenas, dentro de ellos el Maya-K’iche’ y anular la existencia de la porción más determinante de la población en general.
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Según Cletus Gregor Barié[2], con las invasiones coloniales se trató de refundar un terrible imperio. A través de someter, excluir, dividir y difamar, donde la negación del «otro», que es el fundamento de la dominación, no ha cambiado. Se inventa al «otro», diferente y como una amenaza que necesita ser controlada. Minorías colonizadoras implantaron el español suprimiendo lenguas de las mayorías, fijaron fronteras distintas a las de los pueblos y crearon historias ficticias, agregaría.
No cabe duda que la dominación justifica insertar en el imaginario epopeyas, historias, personajes, y significados a través de la historia oficial, porque es una forma del colonialismo para mantener privilegios clasistas y racistas, fundados en 1524, para el caso de Guatemala. El menosprecio explícito se expresa en que el «otro» no es completo y por ello se trata de someterlo dentro de una totalidad, sin diversidad. Es inferior, no puede pensar, es miserable, pero, cristianizable e historiable.
Tres mil años de historia maya antes de la era cristiana y dos mil posteriores a dicha era marcan el espacio temporal de por lo menos 5,000 años cobijados en la memoria de los pueblos, en sus valores, cosmovisión y, sobre todo, en el sagrado maíz.
Por eso decimos: ¡NO SON 500!
[2] Pueblos indígenas y derechos constitucionales en América Latina: un panorama. 2ª. Edición. Bolivia, 2003.
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