Para todos es evidente la alianza que existe entre mafias y grupos conservadores, sobre todo unidas por un ideario de raigambre cristiana. No insistimos lo suficiente, pero pareciera que proclamarse creyente, provida y demás —sobre todo en política— brinda un blindaje o un pase para ser un patán sin escrúpulos. Wendy Brown lo sintetizó muy bien: «ya no necesito ser moral, solo decirlo a gritos». Podríamos pensar en Trump, pero tenemos nuestros propios fichajes, como Raúl Romero que aparece abrazado a edecanes semidesnudas mientras apoya leyes regresivas de cuño moral y tradicional. Todo es fachada, disfraz. Sin embargo, la respuesta, la insistencia en un Estado laico, parece insuficiente porque no aborda el meollo del problema: la persistencia de la creencia en poseer un monopolio de la verdad que puede imponerse.
Seguimos anclados a la creencia de una verdad que puede ser absoluta, para algunos divina, revelada o encontrada por la ciencia o la fe. El verdadero peligro no reside en una u otra creencia, sino en su capacidad para imponerse como dogma a nivel político, creando una tiranía de la verdad. A lo mejor no sería demasiado problemático si, efectivamente, lo público de lo privado fuesen esferas cerradas, opuestas y separadas. No obstante, las líneas que pretenden separarlas son más bien porosas y constantemente redibujadas, basta recordar que para los clásicos la libertad se hacía efectiva en el espacio público en lugar de en lo privativo de lo privado. Hoy, por ejemplo, vemos cómo se privatiza una ética que debería ser común entre humanos y no humanos, a la vez se condena la diferencia en lo público desde una moral que debería ser privada. Condena y normaliza bajo la pretensión de verdad absoluta, prescindiendo del consenso o el diálogo, y justificando así su imposición.
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Muchas veces he escrito sobre la creencia de lo natural como un reflejo de una esencia de la realidad, muchas veces incluso refrendada o develada por un conocimiento «científico». Esa naturaleza es pensada como verdadera, portadora de una esencia inmutable, contrapuesta al artificio de la cultura con sus verdades débiles, construidas, contradictorias y parciales. Por otra parte, también existe la utilización de verdades «científicas», por tanto, «modernas», que se contraponen a lo «natural», esta vez en un sentido despectivo, más cercano a lo primitivo, por lo tanto, superable. Nuevamente, en esa ambigüedad vemos tambalearse otra oposición –naturaleza y cultura– insostenible porque está entrelazada. Hablar de «verdad», en un sentido fuerte, es muy difícil, al menos en un espíritu democrático, por lo que sería recomendable, así como hace Gianni Vattimo, decirle adiós y —de una vez por todas— despedirnos de ella.
Pero decirle adiós a la verdad no quiere decir hola a la mentira, como hacen muchísimos conservadores. Señalo a los conservadores porque sus mentiras y medias verdades las justifican para defender una verdad que creen más importante. Como afirma Wendy Brown «los valores tradicionales se vuelven un grito de guerra». Y en esa guerra develan, paradójicamente, que la verdad es poco más que un instrumento de poder, un arma que sirve para imponer un esquema entre otros. En lugar de aprovechar el espacio que deja atrás la caída de la verdad absoluta, que tanto daño ha hecho en la historia, para construir un marco común de convivencia ética y responsable, preparan las biblias-fusiles para luchar contra lo diferente. Basta con recordar la biblia y el fusil de Ríos Montt, la imposición de una nueva Guatemala, ladina, militarista de derechas y cristiana.
La verdad democrática es distinta, como señala Vattimo: «la verdad no se “encuentra” sino que se construye con el consenso y el respeto a la libertad de cada uno y de las diferentes comunidades que conviven, sin confundirse, en una sociedad libre». Para construirla juega un papel importante la ciencia, al igual que la religión, no como última voz de otra verdad definitiva, sino parte de una discusión más amplia y democrática –de la que hoy estamos lejos, por los muchos que siguen excluidos en la mesa–. El despedirnos de esa verdad última es, para Vattimo, el inicio y la base de la democracia, no del relativismo que imposibilita un horizonte común. La verdad no se entiende aquí como algo objetivo, neutral o desinteresado de los técnicos, sino como un concepto interpretado en sociedad, que debe dialogar tanto con la tradición como con la ciencia, sin ser subsumido por ninguna de ellas. El cristianismo tiene un potencial significativo para promover la convivencia pacífica, siempre y cuando renuncie al ejercicio dogmático y adopte un enfoque solidario y caritativo que valore la pluralidad y evite la exclusión.
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