Era el año 2000. Un nuevo siglo y un nuevo milenio estaban iniciando (o estaban a punto de hacerlo, según como se viera). Acababan de terminar los revolucionarios y refrescantes años noventa, con sus giros históricos, la caída de los regímenes comunistas de Europa, la reunificación de Alemania, y en Guatemala, la tan anhelada firma de los Acuerdos de Paz, que tanto esfuerzo y sangre habían costado.
El presidente que por fin había logrado rubricar dichos acuerdos, Álvaro Arzú, enarbolando el fuego del Consenso de Washington (que resultó ser un fuego fatuo), se había dedicado con ahínco neoliberal a desguazar el Estado, y el servicio nacional de correos no se había librado. Reducido a su mínima expresión, terminaría sustituido por una empresa canadiense que cumplió bien con sus funciones hasta que, durante el caos del gobierno de Jimmy Morales, el Estado se olvidó de renovar la concesión de la empresa, y Guatemala simplemente se quedó sin servicio postal en pleno siglo veintiuno. Pero divago. Estábamos en el arranque del siglo/milenio, y tras el huracán neoliberal, el majestuoso edificio construido por el tirano Ubico, tan amante de los edificios fastuosos él, para servir como sede del correo nacional, se había quedado sin funciones ni razón de ser, abandonado y hundido en el decaimiento.
Fue entonces que un diverso grupo de artistas emergentes logró gestionar el uso del edificio durante tres días para realizar un espectacular festival cultural, que recibió el sugerente (y algo psicodélico) nombre de Tripiarte. Los viejos salones, todavía con sus muebles para separar cartas, sus cajas fuertes y sus viejos teléfonos fueron ocupados por instalaciones artísticas, por jóvenes realizando performances y leyendo poesía. Durante la noche final del festival se realizó una espectacular fiesta en la terraza con DJ y todo. Era el sueño de una generación ansiosa de cambio, de arte, de nuevos caminos. Tras el festival, varios de los colectivos artísticos que lo habían organizado se instalaron en el edificio y le dieron una nueva vida. Agrupaciones como el Folio 114 y Caja Lúdica llenaron los pasillos de letras, música y risas, limpiando las pesadas energías que se habían instalado en el lugar durante sus años de abandono.
Pero el astuto Arzú no tenía la intención de permitir que grupos de artistas contestatarios, libres y con ideas propias —es decir, gente potencialmente peligrosa para el statu quo— se instalaran permanentemente en el lugar. Poco a poco, la administración edil empezó a agobiar a los colectivos con regulaciones y restricciones cada vez más duras, hasta que finalmente los desalojó de las instalaciones del palacio de correos. En su lugar, instaló escuelas de disciplinas artísticas dirigidas y controladas por la misma municipalidad, con lo cual se cubrió de una pátina de cultura y arte, evitando al mismo tiempo las actitudes cuestionadoras y el pensamiento libre que suelen ser el producto de un verdadero ejercicio artístico.
Mediante esta jugada, Arzú proseguía con su tradición de utilizar a diversos colectivos sociales para sus fines políticos para luego dejarlos tirados por el camino, algo que ya había realizado con la firma de los acuerdos de paz y con otras movidas políticas diversas. Sin embargo, las escuelas municipales de arte que nacieron a la sombra del festival Tripiarte crecieron, prosperaron y llegaron a establecerse con fuerza dentro del tejido de la sociedad capitalina. Niños, niñas y adolescentes ingresaron a las sinfónicas juveniles y a la escuela municipal de danza, mientras que ciudadanos de todas las edades tomaban clases de pintura y escultura.
Los elegantes salones del edificio de la doce calle se llenaron de madres y padres de familia que llevaban a sus pequeñas ballerinas o a sus hijos e hijas concertistas y, lentamente, el palacio de correos, ahora bautizado como Centro Cultural Metropolitano, se fue afianzando en el imaginario popular como un amable lugar de arte y cultura. Excelentes exposiciones de renombrados artistas también se llevaban a cabo con regularidad en los amplios salones del edificio, que pasó a ser uno de los principales centros de cultura de la ciudad.
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Hasta este año. Porque en este 2024, el público se encontró con la noticia de que todo este despliegue cultural en el viejo edificio de correos se debió a que, durante su presidencia, Álvaro Arzú le concedió a la administración municipal de Óscar Berger (quien también era de su partido, el extinto Partido de Avanzada Nacional -PAN-) el usufructo del edificio de correos por 25 años, período que concluye este año. El actual ministro de Comunicaciones del gobierno de Bernardo Arévalo, el doctor Félix Alvarado, ha declarado que no renovará la concesión del edificio a la municipalidad, ya que el gobierno necesita las instalaciones para restablecer el, por ahora inexistente, servicio de correos en el país.
El anuncio cayó como un balde de agua fría sobre la comunidad cultural que se había desarrollado entre los muros del edificio, y ha producido un caldeado debate al respecto entre quienes dicen que el servicio de correos es necesario, y quienes no desean que se perturbe el desarrollo normal de las actividades culturales que se llevan a cabo en el lugar. Como actor de la escena cultural del país, le tengo cariño al edificio de correos y a toda la actividad artística que se ha desarrollado ahí (de hecho, mi segunda producción musical como cantautor la presenté en el patio central del edificio en el año 2007).
No obstante, me parece simplemente atroz que Guatemala no tenga un servicio postal funcional, una de las muchas situaciones que nos dan la sensación de que en este país vivimos en una película postapocalíptica estilo Mad-Max. Pero ambas situaciones no tienen que estar necesariamente reñidas. Creo que el enorme cariño que el edificio de correos se ha ganado entre los usuarios de sus servicios culturales debe respetarse, a fin de cuentas, en muchos países los viejos edificios monumentales suelen recibir nuevos usos como museos o centros de cultura. Sin olvidar que el electorado principal de Arévalo está compuesto, precisamente, de las capas medias urbanas que se ven beneficiadas por las escuelas municipales de arte. Y el lugar es tan grande que fácilmente pueden destinarse algunas áreas para que ahí funcione una nueva empresa postal estatal al servicio de todos los guatemaltecos. El lugar es tan grande que fácilmente pueden destinarse algunas áreas para que ahí funcione una nueva empresa postal estatal al servicio de todos los guatemaltecos.
Por otro lado, el momento sería idóneo para cuestionar qué clase de arte queremos los guatemaltecos, y cuál es el papel del Estado en la gestión de este, que no tiene que estar necesariamente bajo la tutela exclusiva de la municipalidad. La administración de los servicios culturales podría seguir en manos de la municipalidad, quedar bajo la dirección del Ministerio de Cultura y Deportes o adoptar una forma híbrida, a definirse entre ambos. Por último, tomando en cuenta que el germen del uso cultural del edificio fue un festival rupturista, innovador y contestatario, sería una buena ocasión para redireccionar la visión con la que este se gestiona, y permitir una mayor diversidad de expresiones que, además de producir bellas artes, sirva para generar un arte vivo, que cuestione, que incomode, que genere pensamiento crítico y a través de este, se ejercite una ciudadanía consciente y plena.
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