París 2024, la paridad y la cultura del odio globalizada

Los Juegos Olímpicos modernos se remontan a Atenas en 1896. Es sabido que este evento mundial pretende aglomerar a diversos deportistas en múltiples disciplinas, esta actividad deportiva tiene relación con lo que se conoce como los antiguos juegos celebrados en Olimpia, en honor a Zeus el «dios supremo de la religión griega». No es casualidad el lema para esta actividad que pone en desafío a las y los competidores, ya que de ellos debe surgir el más rápido, más alto y el más fuerte.

Este año, uno de los grandes logros de la actividad fue la «paridad». Los medios de comunicación y los organizadores enfatizaron al respecto: «Paridad de género, el récord olímpico para París 2024». Ante ello, surge la interrogante ¿En realidad, basta solamente con la paridad? 

Al visualizar todas aquellas críticas y publicaciones homofóbicas, desde una posición hegemónica de lo que «debe ser», surge a flote una multitud de personas heteronormadas que se niegan rotundamente a ver más allá de su entorno cultural inmediato.

La reacción de las personas ante las situaciones surgidas en los Juegos Olímpicos revela un pensamiento que excluye lo que no se comparte, no se comprende o no se conoce, y sobre el cual no se desea abrir la brecha necesaria para tratar de comprenderlo. Pareciera que la normativa y los acuerdos internacionales en materia de derechos humanos no son suficientes para lograr el cambio social, ante tantas prácticas divisorias basadas en preceptos racistas, misóginos, sexistas, homofóbicos y un sinfín de actitudes negativas hacia otras personas cuya idea y realidad de vida son muy distintas a las propias.

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Pareciera que, en el fondo, el problema real en la inauguración no fue la supuesta referencia a La santa cena —y si así hubiese sido—,  esta misma idea ha sido utilizada en múltiples ocasiones en caricaturas, series animadas, grupos musicales, pinturas, etc. El problema real de la representación realizada en los Juegos de París radica en la identificación como amenaza para muchos de lo que consideran diferente, lo cual fue abiertamente expuesto ante los ojos de todo el mundo a través de un país que es potencia mundial. Acá salió a relucir la cultura del odio, y todas aquellas fobias en relación a la sexualidad, la identidad y la expresión de género de las personas.

A todo este odio por ser, pensar y actuar diferente, se suma, el bullying en torno a la boxeadora argelina Imane Khelif, cuya acusación principal fue «es trans». Al mantener esa falsa idea de su género, se puso en duda la credibilidad respecto a las normas y reglamentos de los Juegos y sobre ello, se antepone el valor que las personas generan a los cuerpos sexuados aun en pleno siglo XXI. Todo esto a través del ser o no perteneciente a un sexo determinado, cuyo mandato social establece que para ser hombre y para ser mujer existen condiciones prestablecidas. Si nace mujer, debe: tener vagina, ovarios y senos, comportarse como mujer, verse como mujer, competir contra mujeres… Entonces Imane Khelif ¿es o no es mujer? 

Como contraparte a estas situaciones, a nadie le genera ruido las imágenes y las notas publicadas respecto a la opinión sobre los cuerpos sexualizados de las y los atletas, eso sí es «normal» y «aceptado» en un sistema misógino, heteronormativo y cegado por el dogma.

Ante ello, el gran logro continúa siendo la paridad, pero no basta sin un cambio cultural.