Este Día de Independencia, los ciudadanos estuvimos más que aptamente representados. No dentro del Legislativo, donde apenas un manojo de congresistas puede reclamar dignidad personal y política, sino por la gente afuera.
La multitud en la calle no fue elegida, dice un diputado cínico, hijo de papi. Ejemplar de la mala política, su único mérito electoral es haberse montado en la ola de un listado nacional, empujado por la reputación de su padre y el dinero de la Municipalidad de Guatemala. El comal le dijo a la olla.
Pero, así como hasta el reloj descompuesto acierta dos veces al día, estrictamente tiene razón. Las personas en la calle no llegaron por elección de otros. Llegaron por su soberana voluntad. En vez de quedarse en casa viendo la tele o de refunfuñar y mandar mensajitos en Twitter contra los bandoleros en el Congreso, agarraron sus pancartas, tomaron de la mano a sus hijos y se fueron a la novena calle a dar una lección de democracia directa. ¡Y consiguieron resultados! Así que lo mínimo es agradecerles.
Ahora viene lo difícil.
Los problemas del gobierno directo desde la ciudadanía han sido evidentes desde que las antiguas polis griegas ensayaron el gobierno del pueblo y le dieron nombre a la democracia. El más obvio es la resistencia de las élites. El nene Arzú Escobar está en buena compañía cuando gimotea contra el control ciudadano, que desde Platón hasta Ubico ya lo hicieron antes de él. El mismísimo Aristóteles reconocía que democracia es, sobre todo, el gobierno del pobre y débil para controlar al rico y poderoso[1].
Pero el problema mayor no es ese tan obvio, sino el de la gobernanza, el de hacer que la máquina de gobierno camine bien y para beneficio general cuando manda el pueblo. Tanto es problema que todas las democracias modernas son representativas, no directas. Y los ensayos en democracia directa fácilmente degeneran en despotismo, como lo ilustra Venezuela. Aquí el reto lo conocemos: en 2015 la multitud impulsó la salida del presidente y la vicepresidenta corruptos. Pero igual terminamos con un aprovechado y luego el actual payaso perverso como sus sucesores. Peor aún, terminamos con la colección fecal de diputados que nos ahoga.
Las soluciones negociadas son necesarias, pero no basta salir de la crisis, como recomienda Édgar Gutiérrez, si apenas volvemos al punto en que entramos en ella. Sacar gente inmunda del Gobierno es la parte relativamente fácil. Pero ellos son como los dientes del tiburón: tras cada hilera que se desecha viene otra, lista para tomar su lugar. Reemplazar lo que hoy tenemos con gente decente en partidos transparentes para gobernar en un régimen representativo es un asunto enteramente distinto.
Hoy muchos se aprestan a manifestar su repudio con un paro nacional. Debemos hacerlo para no perder el impulso popular. Pero a la vez urge concretar al menos dos resultados indispensables.
Primero, es imprescindible reformar ¡ya! la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP). Los puntos clave están claros: abrir el sistema y asegurar representación directa, limitar el financiamiento, controlar la publicidad. Solo así las elecciones podrán ser puerta de entrada al Gobierno para una nueva ciudadanía decente. Solo así el debate político podrá volver a hacerse dentro del Congreso. Esto debe ser punto de presión continua y acuerdo entre todos los que se manifiestan demócratas, de izquierda o de derecha, empresarios o trabajadores, jóvenes o viejos, indígenas o mestizos, ricos o pobres. Es secundario preferir una solución institucional o romper el orden constitucional, encontrar la salida en las cortes o en un pacto de élites, que apueste al Codeca o al Cacif. El último año demostró el precio de ignorar esta prioridad, así que quien no abraza ese propósito legislativo como demanda urgente y obligatoria —empresario o embajada, político o activista, analista profesional u opinador de ocasión— se engaña o busca engañar a los demás.
Segundo, es impostergable señalar la profunda lesividad del monopolio de medios que mantiene Ángel González. Su secuestro de las comunicaciones masivas sofoca nuestra democracia y debe terminar ya. Con justicia, pero con urgente firmeza. Aquí los anunciantes tienen la primera responsabilidad, pero un boicot de los consumidores bien dirigido ayudará mucho.
Así que vaya y apoye entusiasta el #ParoNacional. Y dondequiera que esté exija la aprobación sin retraso de las reformas originales a la LEPP y la cancelación del monopolio de radio y televisión.
[1] Cartledge, P. (2016). Democracy: A Life. Nueva York, Oxford University Press.
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