Que es un evento mundial es cierto, pero lo único que hace al poner a todas las sociedades al desnudo es que nos comparamos unas con otras. Y es cruel comparar las miserias propias con las ajenas. La gran pregunta es cuánto tardaremos en volver a algo parecido a la normalidad y cuáles serán los costos en vidas y salud humana. Y de esto depende igual cuánto tiempo tardaremos en salir de la recesión global ya gestada y cómo aspiramos a vivir después de este episodio histórico.
Decidir el qué hacer como país no es la mayor dificultad, ya que, tirando al basurero los argumentos que contienen características de los remedos de ideología existentes, ya se van perfilando medidas tanto sociales como económicas que, obtenidas desde más de una fuente, atendiendo a una imprescindible forma ecléctica y a una cuerda priorización, forman la batería de acciones por implementar de manera secuencial sobre horizontes de tiempo definidos.
En el corto plazo, son medidas para tiempo de guerra o para sala de urgencias: dolorosas, pero que no pueden tardarse ni entibiarse. La salud y la vida de las personas son primero: el aislamiento social en su máxima expresión, con todos los efectos colaterales que trae y que impactan en la economía de forma brutal al botar los niveles de demanda, alterar las cadenas de suministro y destruir el empleo. Lo anterior es obvio para las economías mundiales, pero en Guatemala agrega un dolor aún mayor cuando sabemos que casi el 70 % de nuestra población económicamente activa se desenvuelve en la informalidad. Y ahí sí no hay vuelta de hoja. El que no sale a la calle no trabaja o no vende y entonces no come.
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Empresas y trabajadores están contra la pared. Y los trabajadores informales o por cuenta propia, aún más. Acá siempre han caminado en el alambre sin red, y hoy la situación los hizo tropezar y están colgando y a punto de caer. La vista de todos en este enfoque estructural de la economía voltea al Estado y cifra esperanzas en lo que este puede hacer. Y se encuentran con un órgano debilitado en su institucionalidad, atado en sus políticas y con el gesto sorprendido de aquel que en una administración recién estrenada lucha todavía por enderezar un presupuesto heredado, que en la coyuntura puede decirse chapuceado y en el largo plazo desdentado.
Pero es el Estado el que tendrá que salir a paliar la situación. No lo va a hacer ninguno de los sectores aferrados a su conciencia de clase. La administración y los organismos del Estado deben aplicar las medidas de alivio a las empresas y las de rescate y sostén a la población trabajadora. Y aquí es donde entran el cómo hacerlo y el con qué hacerlo.
¿Cómo? Tomando las decisiones de política necesarias y adecuadas al país, considerando las dinámicas de la situación y comunicándolas de manera clara, certera y transparente a la población en general y a los grupos de presión en particular. Ejerciendo el poder legítimo del Estado en esta primera fase, que privilegia el salvar vidas humanas y las bases económicas y sociales. En las siguientes etapas debe corregir las fallas de la institucionalidad que nos hacen crónicamente débiles, reconstruir los sistemas de salud y educación e invertir en toda la infraestructura necesaria para crear las condiciones de competitividad y de bienestar.
¿Con qué? El tema levanta escozor, pero se deberá endeudar. Tendrá que recurrir al buen crédito actual. Y al tratar de temporalizar las medidas deberá (y deberemos) aprender que, como las familias y las empresas, el Estado puede y debe tomar deuda para salir de una crisis que amenaza las bases económicas y sociales de la nación. No puede ahorcar a las empresas. No debe abandonar a las familias. Debemos abandonar temporalmente nuestro orgullo y enamoramiento de algunos indicadores macroeconómicos y dar paso a una estrategia de supervivencia. Luego de sobrevivir, ya deberemos concentrarnos en ser mejores, pero por ahora el tema es mantenerse vivo.
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