Ahí, en el espacio virtual de las plataformas, develamos cómo nos sentimos, lo que pensamos, lo que hacemos, lo que soñamos y anhelamos. También aquello en lo que nos entretenemos o en lo que no. De reunirnos para compartir un café pasamos al chat, con suerte a la reunión en otra plataforma donde los ámbitos de lo público y lo privado se entremezclan para generar una amalgama que, por lo cercano, quizá aún no estamos en posibilidad de analizar con verdadera objetividad.
Para quienes siguen en sus espacios de poder, parece que las cosas, si no enferman, marchan mejor que nunca. Los demás observamos cómo siguen moviéndose esos hilos de intrigas y tramas que, si no fueran para perjudicar a la mayoría de la población, podríamos disfrutar como un excelente reality show, de esos que tanto público generan.
Así las cosas, vemos cómo en países como Guatemala cualquier persona, de cualquier estrato social, de cualquier condición, que por una u otra razón obtenga un poco de poder se cree con el derecho de cambiar las normas, sean legales o producto de la costumbre. ¿Por qué lo hacen? Porque no hay consecuencias. No considero que sea porque por naturaleza seamos malos, sino por la forma en que aún está estructurada la sociedad.
Si observamos un poco la historia de los últimos dos siglos en Occidente, vemos cómo en Europa, por ejemplo, se daban muchos de los problemas que nosotros aún vivimos hoy por hoy. Entonces, vale la pena preguntarnos qué pasó para que cambiaran. Ellos, unos más, otros menos —tomemos en cuenta, por favor, que estoy generalizando—, en sus luchas se percataron de que, si seguían así, terminarían como actualmente estamos nosotros o peor.
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Establecieron el Estado de derecho a finales del siglo XIX y, mal que bien, lo han mantenido. Ello propició mejores condiciones de vida para las grandes mayorías, así como más opciones de educación real y concreta. De tal suerte, en el presente hay personas que no estudian en la universidad, pero no porque no puedan, sino porque no lo desean. Es decir, tienen oportunidades y eligen lo que quieren. Sin embargo, en países como Guatemala, el ahora estado de bienestar fue solo una pantomima. La Revolución de Octubre y sus logros fueron casi eliminados por completo. Es más: estamos tan atrasados que hay quienes aún conservan un pensamiento, y su respectivo lenguaje, que oscila entre el feudalismo y la Colonia como si fueran propios del siglo XXI.
En términos concretos, entonces, observemos que, para protegernos durante la pandemia, no obedece el presidente, pero tampoco lo hacen ni el empresario ni el padre de familia ni el ama de casa ni el universitario ni casi nadie. Como las consecuencias (en este caso el contagio y la eventual muerte) son personales, «o nos da o nos salvamos de que nos dé». No existe una responsabilidad ciudadana ni individual ni mutua.
¿Cómo empezar a cambiar esta situación? Tal vez cuando cada uno de nosotros no se sienta un pequeño dios al momento de asumir alguna posición de poder. Quizá cuando estemos dispuestos a asumir nuestras responsabilidades y las consecuencias de nuestros actos públicos y privados. Ello incluye también actuar con transparencia (es decir, sin acciones de mala fe ni de prepotencia), con las reglas claras desde el principio, para fortalecer el cuerpo social y no generar más caos, desorden y arbitrariedad.
Parece fácil, pero es más complejo de lo que a simple vista se ve. Implica, primero, aceptar que, ocupemos el lugar que ocupemos, nos corresponde servir a los otros en tanto somos parte de un colectivo social, y no servirnos de los otros, pues en ello solo se ve la individualidad. Implica, luego, saber que, aunque se cuente con una alta posición económica, de poder o ambas, tarde o temprano la vida acaba por pasarnos la factura. De una u otra manera nos tocará rendir cuentas.
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