Barómetro filosófico en Guatemala
Barómetro filosófico en Guatemala
En este 15 de noviembre, Día Mundial de la Filosofía, nos hemos aventurado a sentir el latido filosófico en Guatemala y su importancia dentro del contexto de nuestro país. Más allá de la metafísica, epistemología o la lógica, hemos centrado la reflexión en la relación del pensamiento filosófico con la incidencia política y, con la ayuda de varios pensadores que ocupan cargos en distintas universidades de Guatemala, se ha analizado la relación entre ciudadanos críticos y la capacidad para llegar a consensos tan necesarios en países plurales como el nuestro.
Cuando se habla de la filosofía que tuvo lugar en a la antigua Grecia es común hacerlo como si hubiese sido la ‘época dorada’ del pensamiento. Más de una vez he escuchado decir —injustamente— que la historia de la filosofía la escribió Platón y Aristóteles, y todo el resto no son más que notas a pie de página. Esa mirada eurocéntrica y nostálgica puede crearnos la imagen equivocada de que esos seres con toga y barbas asomaban a las plazas con la intención de pensar y dialogar porque lo consideraban indispensable, y sus grandes filósofos ocupaban lugares predominantes dentro de la polis. Sin embargo, si algo de verdad hubiese en esa creencia el final del ícono más importante de la historia no hubiese sido el de la cicuta.
A lo largo de la historia de la humanidad, el pensar siempre ha sido una actividad marginal. Su impopularidad puede deberse a la incomodad que genera, tanto al que piensa como a los que les obliga a reflexionar. La ‘época dorada’ no fue la excepción. Aristófanes, dramaturgo ateniense de la época, escribió la comedia titulada Las nubes en donde alertaba sobre los peligros de la actividad filosófica derivada de las enseñanzas sofistas y socráticas. Desde el sugerente título está claro por dónde va. En un país como el nuestro, donde las prioridades por las cuales debemos de trabajar son de carácter inmediato y urgente, es comprensible que —a excepción de espacios muy concretos— la filosofía sea la última de nuestras preocupaciones. Sin embargo, ¿debería preocuparnos?
Para Moris Polanco, doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra y actual Coordinador del Área de Humanidades en la Facultad de Ciencias Económicas en la Universidad Francisco Marroquín, hay que distinguir dos vertientes para poder hablar de filosofía. Por una parte, “tiene un valor intrínseco” para aquellos interesados en una perspectiva más teórica —“en la filosofía per sé”— y por otra parte tiene un valor instrumental, que es básicamente lo que entiende como “pensamiento crítico”. La función del pensamiento crítico es poder “identificar los supuestos” detrás de los argumentos de la otra persona y los propios, el ser capaz de cuestionarte el porqué de las cosas para poder ir al fondo del asunto y no quedarte en un plano superficial.
Bajo la dominante lógica utilitarista —lo bueno es aquello que produce mayor utilidad— los datos sugieren que en Guatemala se considera poco útil el pensamiento crítico. El primer contacto que una persona tiene con la materia es en el colegio, donde solamente se imparte un año (según los datos del Ministerio de Educación), mientras que en países como España son tres. Para aquellos que tengan la intención de continuar como carrera solamente pueden hacerlo en la Universidad de San Carlos de Guatemala o, si aceptan mezclarla con letras, a la Universidad Rafael Landívar. Síntomas de un país donde la educación funciona como cualquier otro negocio, regido por las mismas leyes que moldean los supermercados: la oferta y la demanda. Ya veremos si tiene razón el mercado.
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Para averiguarlo, ha sido necesario visitar la casa de la filosofía desde el siglo XIII, la universidad. Según Marlón Urizar, presidente de la Asociación Guatemalteca de Filosofía (Agfil) y profesor de Filosofía en Universidad Rafael Landívar, la virtud de la filosofía dentro de la academia está en su “amplitud” que le permite “utilizar una diversidad de fuentes” de conocimiento, y que es capaz de —a diferencia de las otras ciencias— reflexionar sobre “las diferentes metodologías” por lo que puede aunar y servir como nexo entre los demás saberes.
Por otra parte, Roberto Blum, director del Centro de Ética David Hume de la Universidad Francisco Marroquín, prefiere sacar el pensamiento filosófico de la comodidad de las aulas de su casa y trasladarlo a la calle, lejos del refugio que provee la torre de marfil. Con una afirmación tajante, se disculpa antes de decir que no tiene mucho “sentido considerar la filosofía como otra profesión” puesto que la filosofía es en definitiva “querer saber y no hay carrera para ello”. Es este espíritu de amor por la sabiduría (filo=amor, Sofía=sabiduría) el que debe de ocupar todos los espacios de la vida humana, especialmente los espacios públicos, sin negar la importancia de ejercitar el pensamiento crítico en las aulas.
Dirigiendo la mirada a nuestras plazas públicas, todos los entrevistados afirman que existe una relación entre el pensamiento filosófico y el nivel de desarrollo de una sociedad. Moris Polanco afirma que es “importante para la vida política” porque es necesario tener ciudadanos críticos, que estén educados porque solo así “serán libres”. De manera similar, Blum sostiene que “tenemos obligaciones sociales”, una “vocación ciudadana” necesaria para que la sociedad florezca. De hecho, para todos los entrevistados, con excepción de Warren Orbaugh, especializado en temas de Estética y Filosofía del Objetivismo, el desarrollo filosófico tiene una correlación con el desarrollo democrático de un país. Orbaugh por su parte, muestra sus reservas con el sistema democrático porque es un sistema político que puede “atentar contra los derechos individuales basando su autoridad en la voluntad de la mayoría”. Por ello defiende sin tapujos el Estado de Derecho a secas, donde la autoridad proviene de la ley.
Puede resultar una idea chocante en los tiempos que corren —aunque cada vez menos— pero vale la pena recordar que la democracia, aunque haya tenido su origen en la antigua Grecia, fue una excepción que no volvió a darse hasta muchos siglos después. A modo de ejemplo, recordemos la célebre figura del rey filósofo de Platón muy lejana al ideal democrático, y la anécdota que se desprende de ella, donde el mismo filósofo intentó llevarla a cabo con un trágico fin que concluyo con el final de su libertad. Como ven, la relación entre la filosofía y la política es una de idas y venidas.
El presidente de la Asociación Guatemalteca de Filosofía afirma que “todo parte del pensamiento político” porque es ahí donde se da “la vinculación entre el bien y la verdad”. La base del pensamiento es la relación con los otros, la relación con el colectivo, idea que se encuentra presente en el pensamiento propiamente latinoamericano del cual el filósofo se siente muy cercano. No resta la importancia del estudio de la llamada Filosofía Occidental, pero, así como “Aristóteles pensó su realidad”, es importante que nosotros pensemos la nuestra.
En general, todos estuvieron de acuerdo que en Guatemala pocos son los espacios donde se ejercita el pensamiento crítico. Blum afirma que síntoma de ello es “la gran polarización que existe” donde es imposible “el diálogo sino una confrontación donde todos gritan”. Sin embargo, cada uno ve destellos de luz en los lugares que frecuentan. Por ejemplo, Moris afirma que en la Universidad Francisco Marroquín, a pesar de que no ofrezca la carrera de Filosofía como tal, existen esos espacios de reflexión debido a que la Escuela Austriaca de Economía “busca fundamentarse en la Filosofía Política” pues, a diferencia de otras escuelas económicas, “no cree en modelos sino en la libertad” y ésta tiene que estar fundamentada, requiere un ejercicio de reflexión previo.
En estos espacios de reflexión se ejercita el diálogo, el único vehículo que una sociedad democrática tiene para poder llegar a consensos que son fundamentales para cohesionar y desarrollar sociedades plurales, y más ahí donde la pluralidad es tan marcada como en nuestro país. Urizar indica que la dificultad en nuestro país está en que “somos total sentimiento y casi nula racionalidad”. Por ello la gran carencia en nuestra argumentación es que la entendemos como un ejercicio de mero convencimiento, el cual busca apelar al “al afecto, la adhesión, y la creencia” del otro, y muy pocas veces a su razón.
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Dentro del imaginario colectivo, el filósofo no solo es alguien ocioso que prefiere la teoría a la práctica, sino que encima es un bohemio, de gustos dudosos y una moral entredicha o transgresora; un bohemio en el sentido peyorativo de la palabra, el que trabaja solo cuando se inspira, el cual vive una vida excéntrica y vaga, como el mundillo del ‘artisteo’ mal entendido. Además, si escarbamos un poco más, el rechazo a dedicar tiempo a la filosofía es porque se le ve como poco rentable e inútil en nuestra sociedad de trabajadores. En este sentido, se corre el riesgo de renunciar definitivamente al éxito medido por la plata, se corre el riesgo de vivir una vida llena de carencias materiales, con alta probabilidad de sobrellevar dificultades económicas. Recuerdo que durante mis años universitarios en España cuando bromeábamos que podía ser cierto que el filósofo comía (lo equivalente a almorzar en Guatemala) pero no quedaba muy claro si tuviera la misma suerte con la cena. Por eso hice que mi mejor amigo se comprometiese a invitarme a las cenas en su casa.
Sin embargo, viéndolo bien, abundan los ejemplos que muestran lo contrario. Podríamos preguntarles a muchos hombres exitosos en los negocios que se graduaron de filosofía, por ejemplo, Peter Thiel fundador de PayPal, aunque cualquiera podría contraargumentar que son meras excepciones. Pero también podríamos preguntarnos porqué las grandes tecnológicas están haciendo contrataciones masivas de humanistas dentro de sus organizaciones. Puede deberse a que, ante los cambios frenéticos que están ocurriendo en el mercado laboral tras la irrupción de las nuevas tecnologías en la sociedad y el incipiente peligro de la automatización, las empresas están poniendo en valor aquello diferencial. Entre las competencias más valoradas ante la necesidad de innovación constante son: resolución de problemas complejos, creatividad y pensamiento crítico. Tareas para las que un filósofo está mejor preparado que un administrador, sin menospreciar a este último. Asimismo, por lo menos en la teoría porque soy más escéptico que en la práctica vaya a ser así, existe la tendencia a humanizar las empresas: poner a los trabajadores en el centro de la organización, poner a los clientes en el centro de los servicios y productos. En definitiva, a prestar atención a las necesidades reales de las personas.
Tal y como dice Adela Cortina, autora de Aporofobia, “Carece, pues, de sentido afirmar que las Humanidades no influyen en el progreso humano. Por el contrario, son útiles, proporcionan beneficio económico, han sido y son fuente de innovación, porque ofrecen soluciones para problemas concretos, que se traducen en “transferencia del conocimiento” al tejido productivo; y sobre todo son fecundas, porque diseñan marcos de sentido que permiten a las sociedades comprenderse a sí mismas y orientar cambios hacia un auténtico progreso”.
Los marcos de sentido no solo permiten a las sociedades comprenderse a sí mismas, sino que también a sus individuos. Ya lo dijo Sócrates, “una vida sin examinar no merecer la pena ser vivida” aunque, como dijo Woody Allen en una de sus películas “no está claro que la vida examinada sí merezca la pena ser vivida”. Lo que sí está claro es que la filosofía puede ser en parte útil e inútil, pero también es cierto que utilidad y valor no siempre coinciden. A modo de ejemplo podemos decir que el papel de baño es muy útil, pero pondría en duda su valor para mi vida y más después de haberlo utilizado. El valor de la filosofía está en que la vida que vayas a vivir, más allá de que tenga sentido o no, será auténtica y libre porque será tuya. Para las personas que saben diferencias valor y utilidad saben que en el fondo es indiferente si la filosofía es útil o inútil porque es imprescindible.
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