Se ondeó la bandera maya en el Palacio de la Cultura. Se tocaba la pieza musical El rey quiché en los actos protocolarios. Se permitió que ciertos indígenas de conciencia e identidad light ingresaran a niveles bajos de gobierno. El presidente se hizo acompañar de un mercader de la espiritualidad como su asesor, pero nunca le dio audiencia ni le consultó. En fin, se hizo mucha bulla para desviar la atención de la discriminación con una acción multicultural desde los centros racistas de poder para suplantar con una máscara folclorizada no solo el rostro maya, sino también el alma, el cuerpo y la historia de un pueblo colonizado durante 500 años.
En 1990 acompañé, en ciertos momentos, el esfuerzo de reconocidos líderes sociales y académicos indígenas que, con la colaboración de mestizos conscientes, lograron la creación, a través del Congreso de la República, de la Academia de Lenguas Mayas de Guatemala (ALMG) con la finalidad, dentro de varias, de difundir las lenguas ancestrales y de coordinar acciones lingüísticas con el Gobierno y el Estado.
Recién se instaló la nueva junta directiva de la academia, y 27 años después el balance es dramático y frustrante. No solo los gobiernos, dentro de la corrección política, han fingido reconocer e incluir a los pueblos indígenas. Además, las instituciones públicas indígenas, llamadas «ventanillas» por algunos analistas, han colapsado dentro de la monoculturalidad del Estado por la excesiva burocratización, los intereses económicos y politiqueros, el machismo, el autoritarismo, la incapacidad técnica y académica y la alta ineficiencia en el cumplimiento de sus objetivos y finalidades. En la práctica, se han ladinizado perfectamente.
Fui invitado a observar el proceso de elección y cambio de junta directiva de la academia en noviembre del año pasado, y no fue nada constructivo observar cómo se impuso a los mismos directivos. Solo rotaron los puestos, y los nuevos fueron apenas tres. También se excluyó la participación y los planteamientos de las mujeres, en clara contradicción con los principios, los objetivos y la cosmovisión de la institución y de los pueblos indígenas. En contravía, fue gratificante observar cómo las mujeres —reserva moral y política que puede nutrir a nuestras organizaciones e instituciones ante el descalabro colonizador que sufren los liderazgos masculinos tradicionales— denunciaron la «democracia perversa» que se estaba practicando al fingir consulta y participación, cuando lo ocurrido no fue más que oscuras negociaciones previas entre la mayoría de los directivos para continuar en esos precarios e ineficientes espacios de poder político y económico y en prácticas nepotistas y patriarcales.
Denunciaron que, de un presupuesto de 34 millones de quetzales, el 75 % era para funcionamiento, mientras la poca inversión para la promoción de las lenguas se distribuye entre 22 comunidades lingüísticas y sus miles de miembros. También denunciaron que la ejecución presupuestaria apenas sobrepasaba el 50 % y que había resistencia a cambiar el estado de cosas y, más aún, a adecuarse a la gestión y presupuesto por resultados. Es decir, estamos ante una burocracia al mejor estilo ladino: rapaz e insaciable. Se incluye en esta tragedia para los pueblos a la TV Maya, que no ha podido ser el vehículo de los pueblos indígenas y el vínculo con estos.
La realidad marca un retroceso en el desarrollo de la riqueza idiomática del país: «Estancada se halla en Quiché la educación bilingüe […] Nos entendemos con los niños, pero no hay un procedimiento para enseñar a leer y escribir en su idioma» [1]. Entonces, ¿para qué existe la Academia de Lenguas Mayas de Guatemala? Y lo mismo sucede con el aumento del racismo, de la pobreza y de la exclusión de las mujeres indígenas a pesar de la institucionalidad pública indígena.
El problema real es que esa institucionalidad (ALMG, Codisra, Fodigua, DEMI, Seprem, etcétera), nacida de esfuerzos válidos, pertinentes y esperanzadores, ha sido víctima de la colonialidad y hoy ha topado en sus capacidades y posibilidades. A mi criterio, ha llegado a su fin, lo que obliga a pensar que, dentro de la reforma o refundación del Estado, ya no son útiles, necesarias ni incidentes. Aunque a muchos no les gustará, hay que plantear que, ante la proximidad del bicentenario de la independencia en 2021, los pueblos indígenas creen una institucionalidad nueva, amplia, integral, coordinada, representativa, legítima y auditada social, financiera, cultural y políticamente por los pueblos, que pueda realmente incidir en el cambio de las precarias condiciones en que se debaten los pueblos indígenas.
[1] Prensa Libre, 3 de enero de 2018, página 22.
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