Era el Alma Mater de mis primos, primas y hermanas y tenía una reputación académica de las más prestigiadas en la región, y es de reconocer que en muchas de sus facultades todavía la conserva. De más está decir que la Universidad de San Carlos ha sido un referente también histórico en la vida política y social del país y cabe destacar el impacto que en su dimensión de microcosmos de esta sociedad, también sufriera, en una especie de “Política de Tierra Arrasada” con la irreparable pérdida de su tanque de conocimiento y de seres humanos valiosos, de sus más brillantes académicos, académicas, y estudiantes mujeres y hombres, durante los años más oscuros de nuestra Historia reciente.
Yo había logrado negociar un horario con salario de medio tiempo por las tardes para poder asistir a clases en la Facultad de Ingeniería y vivía en una aldea de La Antigua Guatemala, por lo que viajar de madrugada todos los días y perder un promedio de 4 horas cada jornada en el trayecto era también parte del paquete, a menos que asegurara un asiento en el bus y pudiera medio dormir.
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Tanto me había costado ingresar a ese centro de estudios, del que en múltiples ocasiones escuchara a alguna de mis primas decir con orgullo: “¡Antes de entrar a la San Carlos, tenés que persignarte!”, que lo del “obligatorio bautizo” debía ser visto por mí como un mero trámite. Además de que para una buena parte de la población era percibido como una tradición casi celebrada y digna de enmarcar en sendas fotografías. Todavía recuerdo la de grupos bañados en aceite de motor quemado y las dinámicas que se dieron en un tiempo en algunas facultades, como la de Medicina, donde contaban con apadrinamientos que se encargaban de bautizar a sus amigos o familiares y hasta les hacían diseños con pintura casi artísticos. Sin embargo, sabía que al igual que muchas otras cosas en la Universidad, se habían venido degradando y tenía cierta noción de lo que me esperaba.
Tuve la suerte de contar con el apoyo de la doctora Ana Silvia Monzón, quien por fortuna vivía cerca del campus y me ofreció prestarme una mudada de ropa y su casa para darme un baño antes de volver a La Antigua. Así que decidida, muy serena y podría decir hasta confiada, llegué al Campus Central esa mañana soleada, que por ser de los primeros días del año, también era de las más frías.
Conforme avanzaba por la Rectoría hacia el edificio donde nos habían citado, podía observar ya prendas de ropa tiradas y escuchar los gritos e insultos de jóvenes estudiantes que iban y venían en una dinámica de cacería, y empezaba ya a ponerme tensa.
A medida que iba acercándome hacia el punto, pude observar cómo un grupo pequeño de jóvenes gritaba con expresiones de rabia y daba órdenes a otro grupo más grande, en el que se encontraban todos semi desnudos, prácticamente en calzoncillos y descalzos, empapados, tiritando y con semblante temeroso, porque a quienes “se ponían brinconcitos, les iba peor”, de acuerdo a las propias palabras de uno de los que estaban a cargo.
Eso lo pude constatar al ingresar al edificio, puesto que tenían algunos en una especie de corredor en donde entre varios los arrinconaban y los golpeaban. Pensé que eso correspondía más a algún tipo de ritual de iniciación para pertenecer a un grupo delictivo y hasta pensé en las formas en que entrenan a los reclutas en algunas fuerzas armadas.
Para entonces yo ya estaba descompuesta internamente, pero me mostraba seria por puro instinto de sobrevivencia. Ingresé al salón en un segundo piso, donde nos esperaban a las mujeres, ya que se suponía que por ser del “sexo débil” nos correspondía una versión de bautizo “AD HOC”, a cargo de las estudiantes “más avanzadas”. Allí nos tuvieron encerradas durante largo rato. En ese tiempo nos dedicamos a ver por la ventana cómo colocaban a los hombres en fila y en las condiciones ya descritas, los obligaban a saltar, hacer despechadas y repetir estupideces al unísono, cuyo sonido rebotaba en el interior de los corredores del edificio produciendo un rumor estruendoso y casi ensordecedor. No entendíamos por qué no procedían con nuestro bautizo pero no tardamos mucho en caer en la cuenta de que era porque estaban a cargo de atender a un “chavo” al que “le había dado la pálida y se les podía pelar”. En una de las entradas y salidas de las “chicas a cargo” vimos cómo lo habían metido a un salón en donde no paraba de vomitar, porque, como dijo uno de ellos mismos, “a esos cerotes se les fue la mano”. Al final no supimos cómo lo atendieron, porque no logramos ver más y llegaron a encargarse de nosotras.
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Mientras una nos cortaba la ropa con tijeras y la terminaba rasgando con lujo de violencia, dejando a la vista nuestra ropa interior, otra se dedicaba a pintarnos la piel con esmalte de uñas y una tercera nos aplicaba con un dispensador una solución que apestaba a una mezcla de ajo y otras porquerías en plena descomposición. Yo estaba furibunda y la expresión en mi rostro se lo demostraba, pero respiraba profundo y me aguantaba recordando lo que me había costado llegar ahí. Ellas y algunas de las bautizadas parecían disfrutarlo. Todavía no entiendo cómo todo aquello les podía producir placer.
Sin embargo, lo que para ellas parecía un circo, estaba por completarse con la presencia en el salón de una candidata o no sé qué a “Rey feo”, que hizo su entrada triunfal subiéndose a los escritorios que se encontraban al centro. Decía y hacía payasadas mientras nos mostraba los músculos de sus brazos como en señal de poder, en un intento de hacer gracia, pero sin lograrlo, al menos conmigo.
Al final nos sacaron del salón, en fila, hacia un área que parecía una especie de plazoleta, no sin antes hacernos pasar en medio de una valla de hombres, que supongo no eran de nuevo ingreso porque estaban vestidos y con tal ánimo, que nos acosaron a como se les dio la gana, incluso hubo algunos que se atrevieron a escupirnos. Llegamos al centro de la plazoleta, donde nos esperaba una piñata llena de condones que, debo reconocer, fue lo único simpático de toda la actividad, pero a esas alturas yo ya no quería saber de nada. Lo único que quería era largarme e, imagino, lo mismo les sucedía a muchos y muchas otras más. En cuanto pude, solicité mi comprobante de “bautizo”, que no era otra cosa que un trozo de cartulina roja con un sello, y me fui.
Llegué a casa de Ana Silvia y mientras intentaba infructuosamente desprenderme el mal olor de encima y la rabia de adentro, no pude evitar llorar, no tanto por haber sido de alguna forma agredida, sino por la frustración que me producía haber estado ahí, observando cómo se reproducía ese tipo de violencia en nuestra Universidad, sin poder hacer nada.
A pesar de haberme bañado con agua muy caliente y utilizado todo el jabón y el shampoo posibles, el mal olor no se me quitó de la piel ni del cabello durante varios días, lo que me implicó perder días laborables. Tuve que abordar el bus en esas condiciones y el que me llevaba de la Avenida Petapa al Trébol no fue tanto problema, porque una gran mayoría de pasajeros iba en las mismas condiciones, pero en el bus hacia La Antigua tuve que ver con mucha pena cómo las personas que intentaban sentarse a mi lado tendían a irse a otro lugar. Eso hasta cierto punto me causaba un poco de gracia, pero una joven empezó a sentirse mal y con náusea a tal nivel que se vio en la necesidad de bajarse. Esas incomodidades fueron relativamente ínfimas comparadas con la sensación de angustia y humillación que sentí durante toda esa mañana en el Campus Central. Desde entonces, he considerado ese tipo de “bautizo” como una práctica deleznable e indiscutiblemente violatoria de Derechos Humanos, que no tiene cabida alguna en una Casa de Estudios Superiores.
Para el antropólogo Jaime Chicas, ese tipo de “bautizo” constituye una violación a la integridad de las y los jóvenes. Comenta además, como ya mencioné, que antes “por lo menos” generaba algún tipo de identidad con la facultad o escuela a la que se pertenecía, pero actualmente incluso existe miedo de ingresar a ciertas carreras por la expectativa del famoso “bautizo” y, agrega, se trata de actividades violentas que reproducen ese sentido, pues el estudiante bautizado sabe que después le va a tocar bautizar. Y es allí donde se refuerza la idea de venganza con quien viene, incrementando las posibilidades de dañar seriamente al grupo, pues cada año la actividad implica ese sentimiento de desquite.
No finalicé ni siquiera ese semestre, puesto que además de que el bendito trámite de la equivalencia no saliera en tiempo para oficializar mi inscripción, perdí mi empleo. Años después terminé graduándome de otra carrera y en una Universidad privada. No obstante, valoro la importancia de la Universidad de San Carlos de Guatemala como entidad estatal rectora de la educación superior en el país, así como su autonomía y aunque creo que es impostergable la reforma universitaria, me sumo a celebrar sus más de 300 años de vida académica. ¡Larga vida a la USAC!