Buscando al asesino de Francisca Aguilar
Buscando al asesino de Francisca Aguilar
Francisca Aguilar, madre, activista del Consejo de los Pueblos Wuxhtaj y vendedora de pollos, fue asesinada en la madrugada del 1 de noviembre. Alguien la mató de dos tiros en la entrada de su casa, en Santiago Chimaltenango. La fiscalía de feminicidios investiga el caso.
Francisca Aguilar recibió su último pedido en la tarde del 30 de octubre. Activista del Consejo de los Pueblos Wuxhtaj, en Huehuetenango, madre de tres hijos y dedicada a la venta de pollo, pasó sus últimas horas preparando las 15 libras de ave que le encargó un desconocido. Ella no lo sabía, pero se trataba de una trampa para hacerle salir por la noche de su domicilio y descerrajarle dos tiros. Para no despertar sospechas, el falso cliente pagó Q20 por adelantado como garantía. La mujer convino con él en tener todo listo para las 4 de la mañana. El desconocido (de unos 25 años, con el pelo corto) hablaba idioma mam, que es la lengua en la que se expresa la mayoría de la población en Santiago Chimaltenango, el municipio natal de la víctima y el lugar donde se perpetró el homicidio. Otro motivo más para no sospechar. Aún sin saber exactamente quién era, estaba claro que procedía de la zona, un lugar en el que casi todos se conocen.
Apenas un cuarto de hora antes de la hora convenida (concretamente, a las 3:47, según recuerda Norma Alicia López Aguilar, la hija mayor), el cliente volvió a llamar. Se excusó por no poder acudir a la cita. Finalmente, sería su hermano quien pasaría a por el pollo a la hora fijada, las cuatro de la mañana, noche cerrada, la oscuridad más absoluta en un lugar que carece de farolas para iluminar la carretera. El hermano, le dijo el falso cliente, tampoco conocía la angosta escalera que, a través de las casas de dos vecinos, conducen al domicilio de Aguilar. La mujer tendría que salir a recogerle.
Lo que ocurrió en esos momentos solo podemos imaginarlo. Suponemos que la mujer abrió por última vez la humilde puerta de madera de su vivienda de adobe y techo de lámina, torció a la izquierda, por una improvisada grada de tierra, luego a la derecha, para subir entre los domicilios de sus vecinos. No llegó hasta la carretera. Se quedó en un terreno de nadie que se abre antes de alcanzar la brea. Junto a la pared. Lo siguiente que se escuchó fueron los dos balazos que acabaron con su vida. Dos tiros, uno en la cabeza y otro en el pecho, disparados por alguien que, al menos en un primer momento, huyó del lugar a pie. Únicamente él sabe qué ocurrió en los últimos instantes de Aguilar. Si fue consciente de lo que iba a ocurrirle. Si intercambió alguna palabra con su asesino. Si trató, en vano, de escapar.
“Cuando subí la vi tirada en el suelo”, dice Norma Alicia López Aguilar, de 22 años, menuda, que no aparenta la edad que tiene, que se ha convertido en la única adulta de la familia. A su lado, su hermano Edwin Donato, de 17, y la pequeña, Darsilda, de 12.
Los dos disparos, que en la noche oscura y silenciosa del campo retumbaron como truenos, también despertaron a Benjamín Aguilar, el hermano de la víctima. Benjamín, relata, se quedó aturdido en la cama, le costó reaccionar, y para cuando bajó solo pudo salir corriendo tras una sombra imaginaria. El asesino ya se había marchado.
Pasaban las cuatro de la mañana de la madrugada del 1 de noviembre, Día de Todos los Santos. Francisca Aguilar, madre, activista y vendedora de pollos, yacía en un charco de sangre junto a la carretera de acceso a Santiago Chimaltenango. Junto a ella, dos casquillos 9 milímetros del arma empleada para asesinarle. Sus familiares aguardan la llegada de la Policía Nacional Civil (PNC) y el Ministerio Público (MP) con el cadáver tendido en la tierra. Cuando llegaron, por fuerza tenía que ser de día. En el municipio no hay destacamento policial, por lo que los agentes encargados del levantamiento y las primeras pesquisas llegaron desde La Democracia, ubicado a 45 kilómetros, en el mismo departamento de Huehuetenango. Esto implica que, al menos, tardaron un par de horas. Las carreteras se encuentran en muy mal estado y al municipio de Santiago Chimaltenango solo puede accederse a través de una pista de terracería.
Un territorio con bajos índices de violencia
“Ella no tenía enemigos”, asegura su hija mayor. Afirma que tampoco había recibido amenazas. Esta versión la confirman los hermanos de la víctima, Benjamín y Giovanni Aguilar. También Johanna Aguilar (con el mismo apellido, pero sin relación familiar con la víctima), miembro del Consejo de los Pueblos Maya-CPO del municipio.
Es habitual que quienes sufren extorsión o amenazas escondan a sus familiares el peligro que les acecha.
Entre julio de 2016 y junio de 2017, 26 guatemaltecos por cada 100.000 perdieron la vida en acciones violentas. La tasa, sin embargo, es engañosa. En la capital, la cifra se dispara hasta los 70 por cada 100.000. En lugares como Santiago Chimaltenango, por el contrario, resulta extraño que se reporten denuncias por hechos de este tipo. No solo porque se trata de una zona tranquila, como explica Francisco Mateo, miembro del CPO en Huehuetenango. También porque, según indica Francisco Ortiz, el primer responsable del Ministerio Público que se hizo cargo de la investigación, esta es un área celosa de sus tradiciones y, cuando se registran problemas entre vecinos, se tiende a recurrir a los cauces ancestrales y no a la Justicia ordinaria.
A pesar de su cercanía con México, el departamento de Huehuetenango es uno de los que menor tasa de homicidios registró el pasado año. En concreto, 4,6 por cada 100.000, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y la Policía Nacional Civil (PNC) recopilados en el informe anual sobre violencia que elabora el investigador independiente Carlos A. Mendoza.
“Mi papá tiene que ver con esto”
—Pienso que mi papá tiene que ver en esto. Que pagó para que la matasen.
A Norma Alicia López Aguilar no le tiembla la voz al dejar caer la que probablemente sea la sentencia con mayor carga de profundidad que va a pronunciar a lo largo de toda su vida. Lo dice sin dudar un instante, sin levantar la mirada, sin que ninguno de sus hermanos, sentados a su lado, muestre gesto alguno de sorpresa. Reitera que, en su opinión, su padre, Macario López Martín, residente en el cantón La Esperanza, también en Santiago Chimaltenango, es el responsable del asesinato de su madre. En la pequeña vivienda en la que residía la víctima con sus tres hijos, hay un silencio absoluto. En la mesa, que ocupa la única pared con la que se divide la estancia que hace las veces de salón y las dos habitaciones, un par de velas. Y unas flores. Y una imagen del arcángel San Gabriel enarbolando una espada en su lucha contra el demonio. La víctima era muy religiosa, y participaba en la Iglesia con asiduidad. Su hijo varón, siguiendo sus consejos, estudia para ser misionero en un internado de Chimaltenango.
—Si no tuviese nada que ver, ¿por qué no está aquí? —se pregunta.
Ahora, aunque sea por unos segundos, se percibe rabia. Explica la hija mayor que, la noche del homicidio, el momento en el que su gran apoyo había caído a balazos y aquel salón se convertía en el lugar más solitario del mundo, su padre no se dignó a pisar la casa, a pesar de su insistencia.
—Le dije que viniese —repite.
—¿Qué respondió?
—Que tenía que ir a tocar la marimba.
—¿Has vuelto a hablar con él?
—Ni yo le he llamado, ni él tampoco.
Han pasado tres días desde el asesinato de su madre.
Francisca Aguilar y Macario López se conocieron hace más de dos décadas. Ambos venían de familias humildes. Hace un tiempo (nadie lo precisa con exactitud), el matrimonio pudo levantar una casa de dos pisos. También montar un pequeño negocio de transporte. Macario López dispone de un picop y un taxi. Dos minas de oro para un terreno en el que todo queda lejos y siempre se necesita un vehículo si se quiere salir del municipio.
Norma Alicia López Aguilar, la hija mayor, recuerda que el día del homicidio de su mamá esta estuvo tres horas hablando con su padre. Discutieron sobre la herencia. Sobre la pensión. Sobre el divorcio, que a pesar de llevar nueve años separados, todavía no se había firmado. Este extremo, el de la conversación sobre dinero con su expareja, fue corroborado por el propio Macario López ante el Ministerio Público de Huehuetenango.
Desde la separación, que tuvo lugar cuando él decidió marcharse a convivir con otra persona, el dinero fue una fuente de disputa. Según acuerdo judicial ratificado por el MP, el hombre debía pasar Q 300 mensuales a cada uno de sus hijos como manutención. Cuando Norma, la mayor, cumplió los 18, él redujo la cantidad a Q 200. En la actualidad, el pleito estaba en la cantidad de dinero a percibir por los menores de edad, que él solía tratar de eludir. También quedaban pendientes los papeles del divorcio. La víctima había tratado de acceder a una ayuda de Fontierras, pero al figurar con su nombre de casada en la documentación, se la denegaron. Ya que su ex pareja había encontrado una nueva compañera, ella quería firmar definitivamente el divorcio a cambio de que él se comprometiese con la pensión de sus hijos. Recientemente, para este asunto, había recibido asesoramiento de la Defensoría de la Mujer Indígena en Huehuetenango.
“Ahora no le pegaba, pero sí lo hacía cuando estaban juntos”, asegura la hija, la mayor, la que lleva la voz cantante. Dice que no tomaba, un factor determinante, pero que quería ponerlas a trabajar y ello generaba discusiones en el domicilio. Que también les golpeaba a ellas. “Muy fuerte”, afirma. No llora. No levanta la voz. ¿Alguna vez amenazó tu papá a tu mamá? De repente, le llega un recuerdo. “Hace tres años, un pastor, alguien, le dijo a mi madre que había hablado con mi padre y que la iba a matar a machetazos”.
Macario López fue interrogado por el MP de Huehuetenango y repitió la misma coartada que le dijo a su hija cuando esta le pidió que acudiese a consolarla: que estaba tocando marimba. Desde hace una semana, según dice Edwin Gómez, adjunto a Verónica De León, responsable de la fiscalía de feminicidios, ya no se encuentra en su vivienda de Santiago Chimaltenango. En aquel encuentro, negó cualquier vinculación con el crimen. Si las acusaciones de su propia hija pudiesen probarse a través de las pesquisas de los fiscales, estaría tratando de sustraerse a la acción de la Justicia. Algo habitual tanto en casos de feminicidio como en la violencia que desangra al país. Los vecinos de Aguilar y miembros del CPO que acompañaban a sus hijas tres días después del asesinato ya sospechaban que esto podría ocurrir.
Transcurrida una semana, la investigación pasó del MP de Huehuetenango a la fiscalía especial sobre feminicidios que trabaja desde la capital. Esta se encarga de los crímenes machistas que se perpetran en la capital y en casos concretos en otros departamentos. Como el de Francisca Aguilar, lo que deja en evidencia hacia dónde apuntan las pesquisas.
Desde 2012, el número de mujeres asesinadas cuyos casos fueron tipificados como “feminicidio” ha ido en aumento. Según datos del MP, hace cinco años se contabilizaron 50 asesinatos. Un año después, en 2013, 117. En 2014, 118. En 2015, 152. No obstante, según admite el adjunto a la fiscalía, resulta difícil lograr que los crímenes se incluyan dentro de los criterios que marca el decreto 6/2009, que es el que trata de luchar contra los feminicidios. Esto provoca que haya crímenes machistas que terminen clasificados como “homicidios” o “asesinatos”, sin incluir el carácter de género. La impunidad supera siempre el 85%, según datos del propio Ministerio Público.
La familia Aguilar conoce bien esta tragedia. La hermana de Francisca, Rebeca, también fue asesinada. Ocurrió hace ocho años. Según explica Johanna Aguilar, del CPO, “le tendieron una trampa”. Aceptó una oferta de trabajo para ir a recoger leña y nunca más regresó. Al tiempo, hallaron su cadáver. Nadie ha sido acusado ni juzgado por este crimen.
A pesar de ser una de las zonas menos violentas de Guatemala, tampoco está exenta de violencia machista. Cinco días antes de que Aguilar cayese a balazos, un hombre llamado Ronald René Ramírez Montejo mató presuntamente a su pareja, Claudia Eunice Villegas González, en el parqueo del Centro Comercial El Triángulo, también en Huehuetenango. Lo hizo a golpes, después de una discusión. “Los casos de feminicidio están aumentando”, explica Edgar Gómez, adjunto a la fiscalía especial que investiga los asesinatos machistas.
“Queremos que el MP investigue con imparcialidad. Lamentamos que una compañera, una mujer, sea asesinada de esta manera”, dice Francisco Mateo, del CPO de Huehuetenango. El mismo día en el que se cometió el homicidio, el colectivo indígena lanzó un comunicado en el que exigía una investigación “imparcial” y reclamaba que se persiga a los autores “materiales e intelectuales”.
Doblemente víctimas, exiliadas de su propia casa
—Tengo miedo de que me pase algo.
Preguntada acerca de si tenía intención de seguir con el negocio de los pollos de su madre, la mayor de los López Aguilar explicaba, tres días después de la muerte de su madre, que su gran preocupación era quedarse en una casa en la que no se sentía segura. Transcurrida más de una semana, ninguno de los hijos de Francisca Aguilar se encuentra en la pequeña vivienda que acababan de comprar por Q 7.000 y de la cual arrastran todavía la deuda. La semana posterior al asesinato, Norma Alicia, Darsilda y Edwin Donato López Aguilar comenzaron a recibir amenazas. Una noche escucharon ruidos de balazos en el exterior de la casa y no aguantaron más. Volvieron a contactar con el MP y este les ha ubicado en el Programa de Protección de Testigos, lo que implica abandonar temporalmente su domicilio. Ninguno de ellos vio al homicida pero, por el momento, la prioridad es garantizar su seguridad. Según relatan algunos vecinos de Santiago Chimaltenango, se extienden los rumores en tono amenazante, las recomendaciones, a través de terceras personas, de que si los hijos intentan saber qué pasó con su madre, pueden correr la misma suerte.
Al margen de las amenazas, el futuro de los tres hijos de la víctima es incierto. En principio, la mayor, al tener 22 años, podría hacerse cargo de los pequeños. Eso lo tiene que determinar un juez. El MP trabaja para que, en cualquier caso, la custodia vaya dirigida a un familiar de la madre. Aún en el caso de que todos los trámites se cumplan sin problemas, queda pendiente la supervivencia económica. Francisca Aguilar lograba, con su negocio de pollos, llevar Q 400 mensuales a la casa. Norma, aportaba otros Q 500 durante la mitad del año, el tiempo en el que le contrataban en una tienda. A ello se le sumaba la pensión alimenticia del padre, actualmente en paradero desconocido. “Las instituciones tienen que apoyar, hay tres huérfanos que necesitan ayuda”, dice Fernando Martín, del CPO. Después de la tragedia, los miembros del grupo se han volcado para no dejar solos a los hijos de la víctima.
Por el momento, el MP protege a los jóvenes. Según indica Edwin Gómez, esta institución también trabaja con fundaciones y ONGs, por lo que existe la posibilidad de facilitarles vías para que logren una situación económica en la que puedan valerse por sí mismos. El chico tiene pendiente seguir con sus estudios de misionero en Huehuetenango, que son gratuitos, por lo que la inversión que necesita es muy pequeña. La menor es alumna de 3er grado. Su situación es extremadamente difícil. Al duelo y la terrible sospecha de que su padre haya ordenado acabar con la vida de su madre se le suma la incertidumbre económica. No saber qué va a ser de su vida en un plazo razonablemente corto de tiempo.
“Los feminicidios han crecido exponencialmente”, dice Edwin Gómez, del MP. Asegura que en Oriente se han incrementado los crímenes machistas en mayor proporción que en Occidente. Insiste en que la principal razón es el machismo, que exhibe su rostro más brutal cuando una mujer empoderada no se somete. El pago de la pensión, por ejemplo, es un momento crítico. Según explica el procurador, un caso habitual es el del hombre que, antes de firmar un acuerdo sobre la manutención que abonar a sus hijos, mata a su antigua pareja.
La figura de Franscisca Aguilar corresponde con el de esa mujer empoderada de la que hablaba Gómez. Fuerte y activa, divorciada hace nueve años, nadie le regaló absolutamente nada, se echó la casa a la espalda hombro y aún tenía tiempo para el activismo social y la iglesia. De hecho, la denuncia de su muerte la hizo pública el Consejo de los Pueblos Wuxhtaj, en Huehuetenango. Esta organización forma parte del CPO-Consejo de los Pueblos Maya, donde convergen, desde 2008, diversas asociaciones indígenas que trabajan, principalmente, en el Oriente. Según cuentan sus compañeros, Aguilar participaba en asambleas y manifestaciones desde hace, al menos, ocho años. El viernes 27, cuatro días antes de morir a balazos, tomó parte en la que sería su última actividad de organización, la Asamblea General del Consejo Wuxhtaj, donde fue delegada.
El hecho de que se tratase de una persona conocida por su activismo hizo que algunas de las primeras sospechas apuntasen hacia ese extremo. Según la Unidad de Protección a Defensoras y Defensores de Derechos Humanos de Guatemala (Udefegua), en 2016 se registraron 263 denuncias de ataques contra activistas. De ellos, 14 fueron víctimas de homicidios.
A día de hoy, sin embargo, la hipótesis más plausible, según las primeras investigaciones, es que la matasen por ser mujer. Quién apretó el gatillo o si hubo alguien que pagó para que otra persona lo hiciese, solo corresponde a un juez determinarlo. Su historia sí que deja clara una situación de vulnerabilidad y un empoderamiento (en la calle, en casa, en el trabajo) que se convierte en ejemplo para sus tres hijos y posible coartada para el machismo asesino.
La pregunta fundamental sigue en el aire: ¿quién mató a Francisca Aguilar?
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