No es que a alguien le puedan sorprender tales manifestaciones. Porque, de hecho, son casi de Perogrullo. Pero sí resulta relevante que una persona con el peso específico de Rato se manifieste en esos términos tan francos. Sobre todo en estos momentos en los que las estructuras europeas parecen tambalearse como nunca antes lo habían hecho.
Si hay algo que la crisis ha puesto al descubierto en el Grupo de los 27, por encima de todas las cosas, son todos y cada uno de los cabos que, inexplicablemente, se dejaron sueltos en su proceso de constitución y consolidación. Y lo peor es que esta no es solo una certeza arraigada en las instancias políticas.
Porque uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos es la escasa capacidad que han tenido las instituciones de Bruselas de inculcar a la ciudadanía el sentimiento europeísta y, en consecuencia, lo necesaria que resulta la implicación de todos con el proyecto.
Este es un hecho que quedó patente con la bajísima participación que se produjo en un buen número de países en los plebiscitos celebrados para la aprobación de la constitución de la Unión. En este sentido, los bajos porcentajes de voto y la no aceptación o desencanto para con Europa, no son sino la constatación de la triste realidad de que, históricamente, el ciudadano europeo de a pie tiene un siempre creciente sentimiento de que posee una escasa o nula posibilidad de incidir de alguna forma en las decisiones que se toman en las instituciones de la Unión. Y la crisis no ha hecho sino acentuar esta sensación.
Un ejemplo reciente de ello es la inclusión del límite del déficit en las constituciones nacionales que, en el caso de la española, fue una medida aprobada en el Parlamento sin ser refrendada en las urnas.
La falta de representatividad, que hasta hace bien poco no pasaba de ser un concepto difuso difícilmente demostrable, se ha venido acrecentando y cosificando gracias al hecho de que en los últimos tiempos parece haberse mermado enormemente, por arte de birle y birloque, no solo el poder popular, sino una importante porción de la soberanía de los gobiernos y el de cualquier otro estamento que no sea el del tándem Merkozi, compuesto por la canciller alemana y el presidente de Francia, que hace y deshace a su antojo sin rendir cuentas a ningún interés que no sea el suyo propio.
De hecho, es tan palpable y tan grave la polarización del poder entre la mencionada bicefalia y los outsiders, que arrogándose un poder inexplicable, la propia Angela Merkel se ha negado a recibir al candidato socialista francés a las elecciones generales François Hollande.
Tampoco podemos olvidar el oscuro y siempre acechante poder de los mercados al que el mencionado tándem dice combatir. Y, sin embargo, siendo los símbolos y las formas tan significativos en democracia, no parece algo ejemplar que el actual ministro de economía español, Luis de Guindos, fuera desde 2006 hasta el momento en el que se produjo su quiebra y bancarrota, consejero asesor para Europa y director de la filial del banco en España y Portugal de Lehman Brothers; ni que Mario Monti, actual primer ministro italiano, que accedió al poder sin la mediación electoral, fuera asesor de Goldman Sachs durante el período en que esta compañía ayudó a ocultar el incendiario déficit del gobierno griego; o que Mario Draghi, gobernador del Banco Central Europeo, fuera entre enero de 2002 y enero de 2006, vicepresidente por Europa con cargo operativo de esta misma entidad.
En suma, este irritante panorama ha evidenciado abruptamente todo el trabajo que queda pendiente por hacer en el establecimiento de una gobernanza política común, así como en la implantación de políticas económicas justas e igualmente comunes que nos defiendan de los mercados y amplíen el único y actualmente débil e ineficaz estatus del Euro como agente anexionador entre las naciones.
Mientras los bienpensantes suponemos que se camina hacia ese objetivo, la conjunción de todos estos elementos deja en muchos la sensación de que, en algún momento no muy lejano en el tiempo, la vieja democracia nacida en Grecia implosionó, y como si siguiésemos siendo troyanos, y hubiésemos aceptado el caballo de madera como obsequio, nuestros enemigos estuviesen a punto de salir de él en mitad de los estertores de nuestra agónica fiesta, y lo supiésemos, y no hiciésemos nada para evitarlo.
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