Quizá en principio podríamos estar tentados a considerarlo consecuencia de factores exclusivamente ligados al desarrollo técnico. Pero la tecnología es algo altamente político. Si nuestra forma de concebir e impulsar la productividad se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin dudas bastante contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales.
La moderna industria capitalista transformó profundamente la historia humana. En el corto período en que esa producción se enseñoreó en el mundo –unos dos siglos–, la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en milenios. En principio podría saludarse ese avance como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: la vida cambió sustancialmente con estas transformaciones y se hizo más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza.
Pero esa modificación en la productividad no dio como resultado solamente un bienestar generalizado. Concebida como está, la producción es ante todo mercantil. Por tanto, lo que la anima no es solo la satisfacción de necesidades, sino el lucro (de hecho, se inventan necesidades). La razón misma de la producción pasó a ser la ganancia: se produce para obtener beneficios económicos. A partir de esta llave esencial puede entenderse la historia que transcurrió desde la primera máquina de vapor surgida en Inglaterra en el siglo XVIII. Lo importante es vender. No importa a qué precio. Dos siglos después de puesto en marcha ese modelo, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias.
Aunque hay alimentos de sobra, viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etcétera, el modelo en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía que el sujeto para quien va destinada. Se ha creado un monstruo. Si lo fundamental es vender, la industria relega la calidad de la vida en función de seguir obteniendo ganancia. Y el planeta, la casa común, que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo se va tornando invivible.
La creciente falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo y los desechos atómicos son problemas de magnitud global a los que nadie puede escapar.
En el Foro Mundial de Ministros de Medio Ambiente, reunido en Suecia en mayo del 2000, se reconoció en la llamada Declaración de Malmö que las causas de la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y económicos como la pobreza generalizada, los patrones de producción y consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la carga de la deuda externa de los países pobres. Claro que el papel aguanta todo. Lo sabemos.
La destrucción del medio ambiente (eufemísticamente llamado cambio climático) responde a causas humanas, a la forma como las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder. En definitiva, a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el capitalismo, además de producir un salto tecnológico sin precedentes (quizá más que la aparición de la agricultura o de la rueda), generó también problemas de magnitud descomunal. El poder de destrucción alcanzado por la especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las posibilidades de autodesaparecernos son cada vez más grandes.
La idea de desarrollo que se gestó con ese modelo está en franca desventaja con otras culturas (orientales, americanas, africanas) en relación con la cosmovisión de la naturaleza y, por tanto, con el vínculo establecido entre ser humano y medio natural. El desastre ecológico en que vivimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es sustentable en el tiempo y no está centrado en los sujetos concretos de carne y hueso que somos, ¿para qué sirve?
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