Cuando algo falla en el entorno inmediato, nos enteramos enseguida y la reacción no se hace esperar. Pero hay que poner atención a lo global, donde los asuntos pueden ser más importantes que urgentes. Donde las consecuencias tardan más en llegar, pero suelen ser mayores.
Nunca mejor ilustrado que esta semana, cuando la idiotez ha demostrado lo que puede hacer, o más bien el alcance de su destrucción. Porque por una parte está la idiotez local, como la de los islamistas radicalizados en...
Cuando algo falla en el entorno inmediato, nos enteramos enseguida y la reacción no se hace esperar. Pero hay que poner atención a lo global, donde los asuntos pueden ser más importantes que urgentes. Donde las consecuencias tardan más en llegar, pero suelen ser mayores.
Nunca mejor ilustrado que esta semana, cuando la idiotez ha demostrado lo que puede hacer, o más bien el alcance de su destrucción. Porque por una parte está la idiotez local, como la de los islamistas radicalizados en Londres. Cuando se le calienta la cabeza a un desesperado con ideas de un futuro imposible, piensa que cambiará el mundo a base de apuñalar gente. Causa muerte a menudeo y reacciones encendidas de la sociedad y de las instituciones. Pero el único cambio que consigue está en sus desafortunadas víctimas y en aumentar su propia miseria. Es precisamente por su brutal ineficacia que tales desmanes de religión se repiten una y otra vez, porque no consiguen cambiar nada más allá del hecho.
Lamentablemente, por la otra parte está la idiotez global. Como cuando el presidente de los Estados Unidos demostró hace pocos días y sin ambigüedad que ser elegido ni a leguas es lo mismo que ser idóneo. Teniendo en la mano las cosas importantes, ejercitó una torpeza —mezcla de estrechez de mente, egoísmo y sobre todo incapacidad para reconocer la buena ciencia— de consecuencias vastas.
He aquí la paradoja. Al retirar el innombrable a su país del Acuerdo de París, no pasó absolutamente nada de significado inmediato. A pesar de la ineptitud de sus palabras, que confunden la ciudad de suscripción del acuerdo con la circunscripción de sus beneficiarios, al día siguiente las ruedas de la diplomacia siguieron girando sin problema. Y aunque los empresarios del petróleo y el carbón se podrán haber frotado las manos al calcular sus beneficios particulares ante la idiotez consumada, ni usted ni yo sentimos hoy más calor por el cambio climático ni respiramos con más dificultad por un aire contaminado.
Sin embargo, no lo dude: todos, desde los hijos del banquero en Nueva York hasta los de la mujer analfabeta en una aldea reseca del oriente de Guatemala, sufriremos por décadas las consecuencias de ese acto de idiotez redomada. Porque comprometerse con el Acuerdo de París, en una dirección, y retirarse de él, en la opuesta, son como los pequeños golpes de timón en un barco en altamar: no se notan cuando pasan, pero definen si el viaje terminará en buen puerto o en la zozobra.
El torpe de la Casa Blanca y sus asesores viven en un grosero universo de suma cero, donde la cooperación no es parte del juego. Desde allí demostraron una vez más que son incapaces de querer más que la inmediatez, que prefieren la destrucción visible antes que la ardua construcción invisible.
A pesar de la ciencia apabullante, a pesar de contar su país con el poderío económico y con la capacidad industrial para innovar, a pesar de la voluntad de su ciudadanía y hasta de su propia industria, a pesar de que otros ya habían hecho el trabajo duro de alinear el liderazgo internacional, han preferido una absurda libertad para escoger la zozobra antes que comprometerse con el camino largo y el destino mejor para sus hijos y los nuestros.
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