La tragedia ocurrida en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, como muchas otras, tiene sus raíces en un sistema patriarcal y neoliberal en el cual lo que importa es la acumulación en pocas manos, no el bienestar de la gente; en el cual las personas valen por lo que tienen, no por lo que son; en el cual la protección de la niñez se cuestiona como un lujo que solo debe reservarse para quien pueda pagarlo. Y es que, en realidad, un incendio puede ocurrir en cualquier parte. Lo que aquí nos ocupa es un entramado institucional violento y excluyente, articulado con acciones criminales que se irán develando conforme avancen las investigaciones.
Pese a lo anterior, resulta ineludible reconocer que, siendo parte del sistema, las instituciones y las familias también intervinieron en la construcción de la tragedia. Por supuesto es absurdo transferir la culpa a las víctimas, y las responsabilidades penales, administrativas y políticas deberán deducirse hasta sus últimas consecuencias. Pero tarde o temprano debemos plantearnos como sociedad rutas para que las personas más vulnerables puedan lidiar con el riesgo de manera más efectiva y racional, en un marco regulatorio e institucional que funcione cuando se lo necesite.
Y, como en un círculo vicioso, es precisamente el sistema neoliberal el que impide que se discuta una reforma fiscal integral para poder pagar instituciones que funcionen y proteger a las personas más vulnerables. Por el contrario, en plena crisis, y cuando todavía no habían sido sepultadas algunas de las víctimas, en el Congreso de la República se discutían iniciativas de ley para favorecer la impunidad fiscal y penal.
Desde la óptica de la seguridad como noción opuesta al riesgo, en la tragedia acontecida en el hogar seguro las instituciones que debían proteger a las niñas no actuaron o lo hicieron ineficazmente. No evitaron que las víctimas estuvieran a merced de criminales capaces de ejercer la violencia de maneras inenarrables. Primero, porque se continúa negando la educación integral en sexualidad, que contribuiría a que las niñas y los niños reconocieran riesgos, identidades, derechos y conductas de protección dentro y fuera de sus hogares. Segundo, porque el sistema educativo no tiene los medios, el personal ni los horarios para que las escuelas sean los verdaderos espacios para el crecimiento en un entorno seguro. Y tercero, porque el mecanismo de protección para situaciones extremas es prácticamente inexistente. Por el contrario, la sociedad y las instituciones han criminalizado a las víctimas tratándolas como culpables, como advirtiéndoles de manera perversa el tipo de existencia que habrán de llevar.
En otras palabras, se necesitan más centros para protección de menores gestionados con el personal y los recursos necesarios. Pero más importante es que cada niña y niño, cada educador, cada policía, cada jueza, cada madre y padre sean conscientes de los riesgos que corren adolescentes, niñas y niños. Y esto se logra con programas de salud, educación y seguridad integral. Es decir, poniendo el riesgo a la vista de las víctimas potenciales y de las instituciones para que las acciones de protección sean oportunas, adecuadas y suficientes. En esto último tenemos responsabilidades compartidas como sociedad, pero la responsabilidad es mayor para quienes tienen el mandato legal de proteger a los menores. Y la responsabilidad también es grande para quienes se oponen a que la educación laica llegue a cada persona, de manera que esta decida sobre su vida y su cuerpo.
El mal llamado hogar seguro era en realidad una cárcel para menores con nombre cursi, con peores condiciones que una cárcel para personas adultas, precisamente por la vulnerabilidad de los menores, privados de dignidad, libertad, educación y salud en sentido amplio.
Se necesitan más escuelas y menos cárceles infantiles. Y debemos ser conscientes de que, aun con un efectivo combate de la corrupción, la carga tributaria deberá aumentar si queremos vivir algún día en un país decente.
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