Soy mujer, soy humanista, soy científica. Para saber la primera quizá baste con verme, quizá no. Para saber las otras dos se necesita, por lo menos, entablar algún tipo de diálogo. Para entender lo que esas tres cosas juntas significan se necesita mucho más.
En el costal puedo agregar que soy blanca, latinoamericana, guatemalteca, de clase media; que tuve acceso a educación superior; que tengo un nombre, el apellido de mi padre y el de mi madre; que mis padres están vivos; que no estoy casada y no tengo hijos… Todo eso me hace quien soy. Tuve la fortuna de acceder a muchas cosas que la mayoría de guatemaltecos no tienen. Sí, hablo desde el privilegio. Tuve la oportunidad de elegir: elegir si quiero formar una familia o no y cuándo, escoger una ed...
En el costal puedo agregar que soy blanca, latinoamericana, guatemalteca, de clase media; que tuve acceso a educación superior; que tengo un nombre, el apellido de mi padre y el de mi madre; que mis padres están vivos; que no estoy casada y no tengo hijos… Todo eso me hace quien soy. Tuve la fortuna de acceder a muchas cosas que la mayoría de guatemaltecos no tienen. Sí, hablo desde el privilegio. Tuve la oportunidad de elegir: elegir si quiero formar una familia o no y cuándo, escoger una educación gracias a la cual tengo trabajo e independencia económica, entre otras cosas. Sé que las palabras «soy mujer» atraviesan y modifican el significado de todo lo demás y que decir «soy mujer» deja de ser hablar desde el privilegio. Así comienza el largo camino de conocerse a una misma y de ver la complejidad de cada ser humano, con todas las categorías que lo definen. Y si hay algo determinante es que somos seres sexuados y sexuales, a la vez que sociales. No es un arranque de desvaríos freudianos. Estoy hablando de una dimensión humana que marca cómo nos relacionamos unos con otros, la forma en que proyectamos nuestra imagen, y que afecta cómo se dan las relaciones de poder.
Soy humanista y no soy religiosa —una cosa no implica la otra—. Dicho esto, camino al lado de la Iglesia católica cuando la opción de la Iglesia por los pobres se traduce en acciones concretas que realmente contribuyen a aliviar, sin imponer condiciones, a aquellos más necesitados, tal como lo dicen las llamadas obras de misericordia en el Evangelio. Camino al lado de la Iglesia católica cuando el papa Francisco condena los cobros en las iglesias por la celebración de los sacramentos cuando es un deber de las autoridades eclesiales hacia los fieles. Camino al lado de la Iglesia católica cuando reivindica la vida y la lucha de monseñor Romero —aunque en su momento Juan Pablo II lo reprendió y le dio la espalda en el Vaticano—. Pero me opongo rotundamente a la Iglesia católica cuando la Conferencia Episcopal sale con un comunicado contra las enmiendas a la ley nacional de juventud plagado de desinformación y dogmatismo, haciendo alarde de una profunda ignorancia de la realidad nacional y de la naturaleza humana. Es vergonzoso. Habla desde el privilegio: el privilegio del patriarcado, de tener cubiertas sus necesidades básicas de por vida, del acceso a medios de comunicación para divulgar sus opiniones, de ser autoridades morales a los ojos de sus fieles, de proteger a sus ordenados —mas no a la comunidad— cuando la falta de una educación integral en sexualidad les pasa la factura con conductas inapropiadas —por decirlo de alguna forma—, y la lista sigue.
Van sus huestes hablando de la «perversidad» de la ley. Estos obispos no se han enterado de que la antropología también es ciencia; de que, cuando hablamos de educación integral en sexualidad con enfoque científico, la palabra integral garantiza que se consideren todas las dimensiones de la persona, no solo la biológica. Busca eliminar la idea de que ya cumplimos si un capítulo malparado en un libro habla del «mecanismo». Se busca reconocer que la sexualidad es mucho más que relaciones sexuales (y embarazos y fotografías horribles de infecciones de transmisión sexual).
Me da risa leer que piensan que esta ley promueve la falta de autodominio, la promiscuidad y la violencia sexual. Tengo un par de años de estar en contacto con las organizaciones que promueven educación integral en sexualidad, y la discusión va alrededor del conocimiento de sí mismo, de la comprensión de lo que el cuerpo experimenta, de lo que significa, de lo que implica. La adquisición de autonomía para que nadie pueda coaccionarte a tener relaciones sexuales si no quieres, para que sepas que no debes coaccionar a nadie a tener relaciones sexuales solo porque quieres. Pero, más allá de las relaciones sexuales en sí —que son lo único que los obispos de la Conferencia Episcopal desean ver—, también implica aprender a confiar en tu instinto cuando la manera como alguien te mira, te habla o te toca se siente inapropiada, saber que hay un marco legal que te protege contra el acoso, saber que como persona tienes derechos inalienables y que nadie puede quitártelos basado en tu raza, género o identificación religiosa. Aprender que todas las personas merecen respeto en sus lugares de trabajo, en las aulas, en las calles, en una fiesta, sin importar cómo se vean. Que la primera persona que debemos respetar es uno mismo y que eso implica conocimiento, cuidado, amor. Que las relaciones afectivas no están basadas en sexo, pero que, cuando el sexo es parte de tus relaciones, debes poder hablar con respeto, comodidad y libertad al respecto. Saber que es posible decidir cuándo y cómo tener una familia. Conocer las opciones para que elijas libremente, de acuerdo con lo que las condiciones personales, espirituales, económicas y demás nos dicten, en el seno de la familia y de nuestras comunidades sociales o religiosas.
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¿Aborto y matrimonio igualitario? No existen en las enmiendas ni se les está abriendo la puerta. No hay por dónde. Esos temas no pertenecen a esta ley ni a este momento. Es mentira aunque lo digan los obispos.
Creo firmemente en la educación como agente de cambio. La Iglesia sabe que la educación es poderosa. Por eso hay sermones en las misas, en los grupos, en las charlas prematrimoniales. La educación debe ser un diálogo. Y me van a perdonar, pero en temas de sexualidad ese diálogo no está ocurriendo o está ocurriendo muy mal. Ante las cifras de VIH y de otras enfermedades de transmisión sexual, de embarazos en adolescentes, de violencia sexual, de muertes por abortos clandestinos, de edad de inicio de la actividad sexual, a la par de la mortalidad materna, la desnutrición, la pobreza extrema, la falta de oportunidades, el acceso a la educación, la trata de personas y un largo etcétera, no hay más remedio que admitir, en un acto de humildad, que no estamos haciendo bien las cosas, que lo que hemos hecho no es suficiente. Que informar no alcanza y callar menos. Lo que sea que estén enseñando los párrocos en las iglesias no es suficiente. Lo que los padres de familia están haciendo no es suficiente, menos si se lavan las manos para evitar conversaciones difíciles. Lo que se está enseñando en las escuelas no es suficiente. Los problemas derivados de la falta de educación integral en sexualidad los están teniendo todos, ricos y pobres, religiosos o no. La diferencia es que unos pueden ocultarlo mejor que otros y enfrentarlo con más medios que otros. Lo que estamos haciendo no es suficiente. Por eso optamos por la estrategia que —contrario a lo que nos quieren hacer creer en el comunicado— ha probado tener resultados como reducir el número de madres adolescentes, entre otros. Los jóvenes son un sector particularmente vulnerable y cuya protección hay que garantizar. Cierto, no todos los adolescentes van a pensar dos veces antes de tener relaciones sexuales. Pero, si deciden tenerlas, tendrán acceso a hacerlo de forma segura, asumiendo la responsabilidad.
Hay que empezar a hablar de estos temas. Y que estos formen parte de la educación de todos promueve el diálogo en los espacios donde otros matices del ser se manifiestan, como el hogar. Ese diálogo, si sucede, ayudará a construir relaciones más saludables. Si no ocurre, al menos la persona no estará abandonada a su suerte, sin saber a quién acudir y obteniendo información equivocada. La familia no queda fuera. Solo se queda sin excusas para no hablar del tema. Se le invita a participar en una educación para todos, que forme adultos con respeto por sí mismos y por el otro, que ejercerán su sexualidad libre y responsablemente, con la esperanza de que las generaciones por venir, aparte de los beneficios ya esperados, vivirán menos violaciones, acoso sexual, discriminación, mortalidad materna, embarazo adolescente, violencia doméstica, y verán aumentado su nivel de escolaridad, particularmente el de las niñas. Y quizá colateralmente disminuirá la brecha salarial entre hombres y mujeres.
No veo cómo esto contradice alguna «ley natural» ni cómo promueve el «desorden moral» y «actos contrarios a la responsabilidad que debe acompañar toda decisión humana». Toda decisión humana debería ser una decisión informada. Y la «ley moral que orienta la vida de todo cristiano coherente» ¿católico?, o la ley moral que orienta la vida de cada cual según sus creencias y demás elecciones personales, esa es cuestión de cada familia, la cual deberá conversar abiertamente con sus hijos sobre lo que han aprendido en la escuela y orientarlos desde la propia espiritualidad, con respeto y con amor.
Es lamentable cómo los representantes de la Iglesia católica descalifican irresponsablemente el trabajo de las organizaciones —muchas de ellas conformadas por jóvenes valientes— que llevan años lidiando con las consecuencias de esta falta de educación, levantando datos, diseñando estrategias, creando espacios seguros. Dicen que promueven agendas e «ideologías de organismos internacionales que atentan contra nuestra soberanía», cuando los problemas son nuestros y son reales. Los llaman «reduccionistas» en un comunicado en el cual se oponen a cualquier gasto del Estado que no corresponda a la realidad nacional, como si la pobreza extrema, la desnutrición y la inseguridad no estuvieran directamente ligadas a la educación. Esto, mientras atacan enmiendas que fueron aprobadas el jueves pasado, queriendo pasar por encima del trabajo ya realizado, como si quienes discutieron y aprobaron no tuvieran conocimiento alguno de la realidad nacional ni hubieran sido cuidadosos en todas sus consideraciones. Qué arrogancia. Qué falta de visión. La perversidad también sabe usar sotana, y bajo esa sotana no queda lugar para la compasión.
A la pataleta se unió la Alianza Evangélica. Que se den por aludidos porque el guante también les queda.
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*Heavenly perverse, canción de la banda Dimmu Borgir, del álbum Death Cult Armageddon.
Beatriz Cosenza
Autor
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/ Autor
Soy física guatemalteca especializada en geofísica. Me gasto los días entre enseñar a nivel medio y universitario y jugar con el equivalente a radiografías del subsuelo en consultorías privadas. Invierto cantidades ingentes de tiempo en intoxicarme con sonidos, imágenes y palabras, de donde me viene una concepción cambiante y retorcida de la belleza y la claridad de que, tal como dice Soda Stereo, «lo que seduce nunca suele estar donde se piensa».
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Beatriz Cosenza
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Soy física guatemalteca especializada en geofísica. Me gasto los días entre enseñar a nivel medio y universitario y jugar con el equivalente a radiografías del subsuelo en consultorías privadas. Invierto cantidades ingentes de tiempo en intoxicarme con sonidos, imágenes y palabras, de donde me viene una concepción cambiante y retorcida de la belleza y la claridad de que, tal como dice Soda Stereo, «lo que seduce nunca suele estar donde se piensa».
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