Cuando vi en la noticias lo del cambio de nombre del Estadio Nacional —de Mateo Flores a Doroteo Guamuch Flores— pensé en Benvenuto (con quien no somos amigos más allá del Facebook, pero de quien he escuchado por un par de amigos en común) y en la construcción poética, que le da sentido a nuestro pequeño e individual cosmos, que puede —como en este caso— convertirse en el cosmos colectivo.
Tenía muchas ganas de asistir a la conferencia de prensa, pero por cosas del azar no pude. Ese día, en la mañanita, vi la foto del tatuaje en la espalda de Chavajay con la cédula de Doroteo Guamuch Flores como la forma real —desde la poesía— de lograr la ebullición de una historia negada en la educación de un país, en todo un pueblo, de muchos pueblos divididos por un barranco.
Coloqué la noticia de Benvenuto en un chat familiar, y alguien me respondió que Mateo Flores había dicho en una entrevista que no quería que le cambiaran el nombre al estadio. Y pensé que ahí, en todo caso, se veía lo más esencial del racismo: cómo uno mismo se siente discriminado por lo que es.
Por esa danza inexplicable, la semana pasada yo estaba también escribiendo un texto en el cual contaba cómo una vez, cuando fui a un bar con una exnovia de ojos verdes, muy blanca y de pelo castaño claro, un notable líder político quiché, temblando de la verguera, la culpó de todos los males estructurales del país.
La sentenció luego de juzgarla únicamente por su apariencia, como si ella fuera responsable de tanto clavo complejísimo. Ella se sintió agredida, se puso a llorar y me dijo que era algo que le pasaba bastante seguido.
Yo fui demasiado complaciente con este tipo, y el texto iba en decir que debí haber puesto un límite más aguerrido. Sin embargo, luego de redactarlo, pensé en que mi interés era no solo reivindicar eso y contar del racismo a varios niveles, sino buscar una conexión.
Con esta misma persona fuimos a un taller en el que junto con jóvenes mayas estudiamos el calendario Tzolkin, que permitió una vinculación con personas distintas pero a la vez idénticas, separadas por lo que se conoce como la tradición.
Mi exnovia me dijo alguna vez que ella no quisiera ser tan blanca. Yo, siendo medio canchito, viví esas experiencias en las cuales lo ven a uno como un esnob, como alguien que no sabe nada sobre los temas serios, y está esa percepción de que se necesita demostrar los conocimientos para ser considerado.
Los líderes indígenas hacen de menos a los líderes comunitarios mestizos. Una amiga que creció en un poblado maya sin ser maya me cuenta lo solitaria que fue su infancia, pues nadie quería hablarle. Mientras, yo, lagrimeando, veo el tatuaje de Benvenuto y pienso que sí hay capacidad de edificar puentes entre estas montañas, que el arte sí cuenta y que debemos defenderlo con nuestra propia piel porque, aunque tenga distintos tonos, es al final una sola e interminable.
Aceptar la complejidad de las culturas que convergen en un territorio puede ser un logro de una nueva generación de jóvenes, nacidos después de la guerra interna, para desde la alteridad amoldar una vasija (un individuo, un colectivo, un país) de muchos colores, de muchos idiomas, y asumir permanentemente que el dolor del racismo es real y compartido, como cuando un latino que hace de menos a los indígenas de su país viaja a Holanda y sufre esa discriminación cuando entra en un bar y se burlan de su —según él— preclaro apellido castizo.
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