Nadie se atrevía públicamente, aunque sí lo hicieron en privado, a negar las atrocidades cometidas por el Estado, por medio del Ejército, durante el conflicto armado interno. La evidencia estaba a la vista, y no podían seguir manteniendo los cadáveres en el armario. Sí podían, y pudieron, utilizar la comunicación social del poder para hacer creer a la ciudadanía de a pie que, si condenaban a un militar retirado por genocidio, la condena salpicaría a todas y todos.
Pero no. Los guatemaltecos y las guatemaltecas no somos genocidas ni corte alguna nos ha tildado como pueblo, que sufrió también el genocidio, de ser verdugos en tanto sociedad. Lo que sí somos, porque no hemos dejado de serlo, es un conglomerado social altamente racista. Generación tras generación hemos aprendido de las predecesoras y del aparato sistémico los mecanismos del ejercicio racista en cada espacio de intercambio social. Nos han educado en ese esquema y aún se educa en esa lógica, según la cual hay diversos tipos de ciudadanía atendiendo al orden económico y al origen étnico familiar.
Hay ciudadanas y ciudadanos de primera, de segunda y de tercera por razón económica, y hay ciudadanas y ciudadanos y los pueblos mayas. Así lo han establecido las reglas del sistema y así se suda cuando de tomar distancia real y corregir el rumbo en seriedad se trata.
Sin ir más lejos, apenas hace unos días María Aguilar Velásquez escribía y opinaba sobre la impresión que le causó la película Ixcanul, ese largometraje, dicen que de ficción, que ha ganado importantes premios internacionales y ha dado laureles a su estrenado director. Para un país carente de satisfactores como el nuestro, los reconocimientos a una obra artística o a una estrella deportiva son obviamente más que aplaudidos, y por defecto se instala en ese entorno una especie de escudo que suele blindarla de críticas.
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De esa manera, los comentarios cuestionantes de María, quien señalaba y nos ponía en vitrina el estereotipo ladino mestizo con que se representa a los mayas, fueron recibidos como puñaladas al dueño de las admiraciones, y no como lo que eran: un reclamo, un llamado a ver cómo vemos y representamos. Si la obra tenía imagen, sonido, color, música y actuaciones maravillosas, todo ello era lo secundario en el debate sobre el argumento. Es como la crítica a las series estadounidenses sobre la Segunda Guerra Mundial, que invisibilizaban los aportes de otras sociedades y dejaban una victoria sobre el fascismo encaramada en los hombros del Tío Sam, quien en realidad llegó tarde a la repartición.
El aluvión de cuestionamientos a María dio pie a que ella presentara una segunda columna denominada «Educando» a la «india» sobre racismo. En esas seis palabras María nos pintaba a todo color. No solo estaba la representación prejuiciada en la obra, sino que encima nos dimos el lujo de reprenderla por decirlo y de enseñarle cómo se le habla de racismo a una sociedad racista.
La guinda en el pastel habría de llegar con el renombramiento del estadio olímpico. El Congreso atendió una solicitud para que, si homenajeaba a un atleta que llenó de gloria al deporte nacional, lo hiciera con su nombre real: Doroteo Guamuch Flores. El cambio corregiría no solo un falso nombramiento, sino, sobre todo, el imperdonable acto racista cometido al obligarlo a cambiar su nombre para competir. No hay excusa aceptable para la atrocidad cometida contra don Doroteo, a quien se le despojó de su identidad y de su mérito, que se le arrebataron para una sociedad racista que le negaba hasta el nombre.
Los comentarios que cuestionan esta acción de justicia histórica se disfrazan de corrección política al hablar de que el Congreso debería hacer otras cosas más urgentes. Sin embargo, el tiempo invertido en subsanar una atrocidad racista es quizá la mejor inversión realizada por el Legislativo hasta ahora.
María tiene todo el derecho del mundo a reclamar la forma como una película representa a los mayas. Don Doroteo y su familia tienen derecho a que su mérito histórico para el deporte nacional sea recordado como corresponde y con su identidad plena en el presente y el futuro. A ustedes y al resto de ladinas y ladinos, criollos y criollas, nos toca desaprender el racismo para poder llamarnos sociedad.
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