El racismo acometió por donde menos lo habría imaginado. Con motivo del 64 aniversario del triunfo de don Doroteo Guamuch Flores en el Maratón de Boston, el estadio Mateo Flores pasó a ostentar el nombre original del egregio atleta mediante el decreto número 42-2016 del Legislativo.
Y una cascada de improperios, protestas y comentarios absurdos inundó las redes sociales.
Sin importar cuál haya sido la razón principal por la cual los diputados aprobaron el cambio, justicia se hizo. Porque el mismo Doroteo Guamuch se lamentaba de ello. Recuerdo la única ocasión en que tuve la oportunidad de dialogar con él. Fue hace más de 15 años en un banco de Cobán. Estaba, creo, contratado para cierto tipo de promoción. Ese día estaba en un momento de firma de autógrafos. Yo fui el último en solicitarle su rúbrica. Sabido que nadie más había en la fila, dialogué con él acerca de su lugar de origen y de sus años de gloria. Al despedirnos me dijo con la nostalgia a ojos vistas en su rostro: «Mi verdadero nombre es Doroteo Guamuch».
Dicho sea, el primer nombre del coliseo fue Estadio Revolución, pero ya sabemos que, para la época aquella, la palabra revolución implicaba algo así como la invocación de una tempestad. De tal manera, un triunfo como el de don Doroteo —dos años después de la inauguración— proveyó la ocasión ideal para cambiarle el nombre.
La ventolera de la misoginia —referida en la entradilla del artículo— aún la tenemos frente a nuestras narices. Entre mayo y agosto se celebra la feria titular de la mayoría de municipios de Alta Verapaz. Particularmente, durante el mes de agosto. Y sucedió lo que otros años no había acontecido: la presunta desaparición de cuando menos cuatro adolescentes durante las celebraciones de los pueblos más grandes. Así se notició en las redes sociales.
Se supo del retorno a casa de más de uno, y afortunadamente no se ha sabido de un desenlace fatal. Indudablemente, cada uno de los casos estará en proceso de investigación. De tal manera, el propósito de esta sección no es argüir en cuanto a causas y consecuencias de los hechos, sino en cuanto a las reacciones del conglomerado social, principalmente juvenil, que tiene acceso a dichas redes sociales.
Fue chusco, verdaderamente chusco, leer comentarios insultantes en relación con las víctimas femeninas. Desde algunos como «se fue con el traido» hasta otros más groseros, que, lejos de mostrar aquella solidaridad que sí se manifestó para con las víctimas masculinas, expusieron crudamente esa patología personal y social que nos está signando a guisa de deshumanización.
La denominación patología social «se basa en la metáfora o doctrina semiliteraria que establece un paralelismo extremo entre el organismo del hombre y la persona colectiva que la humanidad integra». Y es un reflejo grupal de lo que cada integrante padece. Lo grave del asunto es que no se tiene conciencia de este padecimiento y, como consecuencia, se replica todos los días en actitudes, comentarios, decisiones y otras acciones que obnubilan el entendimiento. Muchos comentarios estaban atiborrados de palabras groseras e insultos dirigidos a las damas.
En el lado de los buenos preocupa la indiferencia con la que estos sucesos fueron recibidos. Y aunque válido es aquel dicho que reza «mucho hace el que poco estorba», es el momento de reflexionar respecto a la necesidad de un compromiso para desterrar de nuestros conglomerados sociales la misoginia y el racismo. A mi juicio, y conociendo la bonhomía de nuestros ancestros, aún no hemos llegado a un estado irreversible.
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