Habiendo crecido en Nueva York y siendo una aguda observadora de su barrio y de sus vecinos, Jacobs argumentaba que la nueva arquitectura y los diseños urbanísticos de mediados del siglo XX que promulgaban barrer con barrios antiguos —desplazando mayoritariamente a gente de color— para convertirlos en edificios habitacionales, rascacielos, carreteras o edificios gubernamentales contravenían la convivencia social.
Sus críticas a ese nuevo patrón de planificación urbana se condensaron en el libro Muerte y vida de las grandes ciudades estadounidenses, en el cual reivindica al menos cuatro principios de una ciudad funcional para la gente y el fomento de lazos comunitarios: densidad poblacional; mezcla de residencias, oficinas, comercio y recreo; preservación de viejos edificios; y unidades habitacionales a escala humana. En suma, un lugar donde la gente pueda vivir, caminar, trabajar y jugar. Hoy este concepto de desarrollo desde lo local, en el que los residentes definen su bienestar y los espacios públicos como centros de vida cívica, se está reviviendo en múltiples ciudades estadounidenses.
Sin haber vivido en la Tacita de Plata, como comúnmente se refiere la generación de nuestros padres a la ciudad de Guatemala por su aparentemente inmaculado ornato en los años 1960, yo recuerdo que mi modesto barrio de Carabanchel, en la zona 11, al menos hasta finales de los 80 gozaba de una matriz jacobsiana similar, pues combinaba proximidad, conveniencia y convivencia. De niños jugábamos en las aceras, en la calle y en los patios de las casas de los vecinos (sin alambre espigado). La camioneta 15 pasaba a una cuadra de la casa, mientras que algunos comercios y algunas panaderías, varias tiendas y una verdulería operaban (sin reja alguna). El mercado municipal, así como un par de parquecitos en colonias adyacentes, quedaban a escasas cuadras. Paradójicamente, en tiempo de guerra, convivíamos, comíamos saludablemente, caminábamos y nos ejercitábamos.
Obviamente, esto fue antes del acelerado aumento poblacional, la precariedad social y el brote de la violencia común de finales de los años 90. Me parece a mí que no se ha terminado de estudiar completamente cómo los anteriores aspectos que afectan a las poblaciones urbanas —además de las secuelas del conflicto armado— son resultado de las privatizaciones, el desmantelamiento del Estado, la satanización de lo público, la emigración del campo a la ciudad en busca de una mejor vida y la falta de trabajo y bienestar para millares de jóvenes.
Traigo estas reseñas a colación debido, por un lado, al excesivo optimismo que algunos sienten porque los países en desarrollo se vuelven cada vez más urbanos —desdeñando de paso la importancia de lo rural, lo local y lo comunal— y, por el otro, a la frustración ciudadana cada vez más palpable contra las autoridades municipales, que en países como Guatemala son responsables de que la tal promesa del desarrollo urbano se traduzca —como indica la escritora Carol Zardetto hablando del caso de la capital guatemalteca— en una ciudad infeliz, sin planificación, sin respuestas ni rendición de cuentas de los jefes ediles.
En efecto, como se ha escrito profusamente, proyectos como el Paseo Cayalá, que cohabita a escasos kilómetros con el relleno de basura municipal sin visos de un serio sistema de tratamiento de desechos, no pueden ser más que una falsa ilusión, una visión desigual del urbanismo empresarial y depredador del entorno ecológico, con las severas consecuencias que está trayendo ya para los residentes en esa área de la atomizada ciudad.
De ahí la alarma cada vez más latente de que la Antigua Guatemala pueda convertirse dentro de poco en un espejo de la actual capital, con sus condominios cerrados, el excesivo tráfico y la contaminación visual y auditiva en lugar de colonias y cuadras donde la gente pueda convivir sana y libremente.
Si el nuevo urbanismo y sus innovaciones para diseñar las supuestas ciudades del futuro no cuentan con la participación de sus habitantes y no ponen en el centro de las políticas públicas a la gente, difícilmente sus aspiraciones y sus necesidades de manera integral devendrán en ciudades funcionales, no digamos de unidad y de dignidad.
Más de este autor