Tiene en contra al presidente Morales, con toda su inmoralidad.
Tiene en contra la desesperación de Jimmy.
Tiene en contra al alcalde Arzú, porque lo tiene a su alcance, casi acorralado, como nunca ha estado.
Tiene en contra a una jauría de delincuentes a los que algunos empresarios siguen llamando “empresarios”, a los que algunos políticos siguen llamando “políticos”, a los que algunos exmilitares siguen llamando “militares”, y a los que algunos propagandistas siguen llamando “gente honrada”.
A los que alguna gente honrada sigue llamando “buenos guatemaltecos”.
Tiene en contra a algunos conspiranoicos norteamericanos que tienen pesadillas con el fantasma rotundo de Putin.
Tiene en contra a esa forma de corrupción que los perseguidos llaman Ley, o Magistratura, y no es más que filfa,
mentira,
engaño,
noticia falsa.
Tiene en contra el tiempo y en contra la inercia de la Historia, que parecía inconmovible, pero la ha roto o ya está rota.
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Y tiene en contra, a veces, nuestra desidia: apenas mirones en el espectáculo de nuestra propia tragedia costumbrista, gastados en nuestras trifulcas diarias e individuales. Ahí bajamos todos, arrastrados por el río hacia la catarata, orgullosos señores de nuestro flotador.
Pero tiene algo a favor, ya lo dijimos, y no son detalles menores: la razón general y nuestra confianza.
O sea, la Justicia, que es mucho más que la legalidad, y también la legalidad. Porque la Cicig no viola ni la Constitución ni las normas internas, aunque muchas de ellas sean injustas, y merecerían ser reformadas. La Cicig es un organismo que en su versión más limitada aspira a hacer cumplir la ley, y en su visión más ambiciosa y deseable está obligada a procurarnos un mejor espacio de Justicia. “Obligada”, decimos. Aunque el Ejecutivo, parte del Congreso y de la derecha, y algunos jueces han querido hacernos creer que la Cicig se extralimitaba en sus funciones cuando proponía procesos de reforma al sector justicia, en realidad estaba obligada: quizá sea la parte más sustancial de su mandato.
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Con relación a la Cicig, al Ministerio Público, y a la lucha contra la corrupción y la impunidad, Morales no ha dejado desde hace meses de jugar juegos de palabras y de desdecirse:
- Esta semana denunció que hace dos años la Cicig allanó ilegalmente la Casa Presidencial, cuando hace dos años dijo que ni siquiera habían allanado la Casa Presidencial, mucho menos de manera ilegal.
- Su gente apela a la seguridad nacional, cuando nuestra seguridad es la Justicia, y a esa apunta más claramente a la Cicig. La seguridad del país sufre con la amenaza de los aparatos político-económico ilícitos que los investigadores y los fiscales están combatiendo.
- Hace unos meses, cuando querían deshacerse del peso de la Cicig, decían que su problema no era con la institución, sino con el comisionado Iván Velásquez, mientras pretendían desviar sus investigaciones hacia las pandillas, en lugar de dejar que se concentraran en la corrupción. En cambio, esta semana también, Morales levantó una vez más su ceja filosófica, enturbió la voz y pidió que la Procuraduría General de la Nación investigue a los investigadores de la Cicig, por sucesos que ya conocía hace meses.
¿En qué quedamos, Señor Presidente?
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En realidad, el discurso de Morales es tan errabundo e incoherente que, lejos de crear confusión, arroja claridad con su torpeza. El problema es, como ha sido siempre, la institución completa, o, mejor dicho, que se investigue a cierta gente: a políticos, a empresarios grandes, a quien no debe. Por eso hacen y harán todo lo posible para cambiarle el rumbo, desmantelarla, expulsarla. O te pliegas o te aplasto. Y todos sus intentos los disfrazarán de perversiones mayúsculas o de lírica: Nacionalismo, Unidad, Soberanía, Seguridad Nacional, Defensa de la Ciudadanía, Debido Proceso, Presunción de Inocencia, Lucha contra el Comunismo. Los envolverán en todas esas banderas que erizan la piel de nuestro conservadurismo atroz e inclemente.
Ya lo sabíamos y lo decíamos hace meses:
"No podemos dudar de que de eso se trata. De sacar a Velásquez del país para que se olvide la sangre; a Velásquez y también un poco la lucha contra la corrupción. La sucesión de hechos lo ratifica. No solo querían expulsarlo: querían cambiar el modelo. El de la Cicig. No era la persona: era también la institución. Que se distrajera de lo que hace, que se ocupara del crimen organizado, del narcotráfico, de las pandillas [Nota desde el futuro: esto lo consiguieron. Les bastó con colocar como ministro a Degenhart, el increíble], es decir, de la brutal sangre del Roosevelt. Otros que querían pena de muerte. Sumaria, muchos. Esa forma de limpieza que llaman 'ejecución extrajudicial', ese sucio asesinato. Memes que rogaban el retorno de Sperisen no porque lo consideren inocente de haber ejecutado presos, sino precisamente porque lo consideran responsable, y por lo tanto una forma de solución. Les impresionó, se supone, la sangre del Roosevelt, su efecto en las fotografías, la idea de que siempre brotará de nuevo una vez que se haya ido la señora que limpia. Pero sin preguntarse por qué la sangre brota siempre de nuevo o nunca se borra aquí, como un remordimiento o como el recuerdo de un crimen, mientras no se hace justicia.
Y es porque es el recuerdo de un crimen, o de muchos: pero uno de ellos es el de la corrupción. Hay tanta sangre, entre otras causas, porque hay tanta corrupción".
La Cicig tiene eso, que no es poco: la razón general y nuestra confianza. (No una confianza acrítica: una confianza escrutadora, pendiente ahora del desarrollo de las investigaciones más recientes y de las propuestas de reforma.)
También tiene, y eso no debemos olvidarlo, la geopolítica hemisférica de su lado: si la política local es el río que nos lleva, la geopolítica gobierna las mareas.
Una es el tiempo y la otra, el clima.
La Cicig, dicho está, tiene casi todo en contra. Lo que no hemos mencionado es que la tienen más complicada sus adversarios.