Un sismo de igual magnitud en Hokkaido, Japón, en 2003 dejó 400 heridos y ni un muerto. Un terremoto de magnitud 7.4 en la escala de Richter sacudió California en 1992 y produjo un muerto. En Nicaragua, en 1972, con un fenómeno de igual magnitud fueron 15 000 las víctimas mortales. El huracán Elena en Estados Unidos dejó 5 muertos. Un ciclón de similar fuerza en Bangladesh, medio millón… Más que la naturaleza, nos mata la pobreza. En otros términos, lo que destruye no es tanto la madre natura enfurecida, sino la forma como nos relacionamos con ella.
Pareciera bastante obvio entonces que, a mayor cantidad de recursos, mayores posibilidades de salir airosos de estas catástrofes. Pero ¿qué decir de Cuba? Con infinitamente menos recursos que otros países desarrollados y soportando por décadas un asesino bloqueo, el continuo paso de huracanes por su territorio no constituye una calamidad nacional. Por el contrario, con un aceitado mecanismo de preparación para desastres, las que en nuestros países latinoamericanos son catástrofes de proporciones descomunales son allí, donde un Estado realmente funciona, eventos bien abordados que no terminan nunca en infiernos.
En nuestro país acaba de suceder una catástrofe de grandes proporciones: el deslave de tierra sobre la aldea El Cambray II, en Santa Catarina Pinula. La cantidad de muertos ronda las 300 personas. Las autoridades, golpeándose el pecho, hablan de la existencia de medio millón de personas que viven en condiciones de absoluta precariedad, lo que las coloca sobre un barril de pólvora: en cualquier momento eso puede estallar.
De hecho, Guatemala está entre los cuatro países del mundo a los cuales la combinación de eventos naturales, la pobreza estructural crónica y la falta de previsión del Estado la colocan en una situación de absoluto peligro. Es decir, ¡vivimos sobre un continuo barril de pólvora listo para explotar en cualquier momento! En ese estado de vulnerabilidad, ¿qué pasará ante la nueva catástrofe que nos golpee? Y esto no es puro negativismo agorero. Sabemos que el país está hondamente expuesto a estos eventos naturales: terremotos (vivimos en una zona altamente sísmica), huracanes (estamos en un corredor de huracanes entre el Pacífico y el Caribe), erupciones volcánicas (vivimos en medio del Cinturón de Fuego del Pacífico). Y ni hablar de otros terremotos sociales como la impunidad o la violencia, con su goteo diario de muertes. ¿Por qué un invierno copioso pasa a ser casi forzosamente una catástrofe?
La pregunta pretende mostrar que estamos mal preparados para afrontar lo que lamentablemente podrá seguir viniendo: el deslave de El Cambray es solo un síntoma visible. El país, en muy buena medida, es un Cambray.
Nuestro Estado está muy debilitado. Pero no por los «políticos corruptos que se lo roban todo», como dice el discurso que hace años la prensa pretende hacernos creer. Está debilitado por las políticas de privatización que desde hace varias décadas estamos soportando y porque la clase dirigente no tiene la mínima intención de fortalecerlo. Un Estado debilitado en todos los aspectos, sin recursos, con raquítica recaudación fiscal (10 % del PIB, de las más bajas en todo el continente), sin proyecto político como nación más allá de la rapiña de cada administración puntual que lo maneja por cuatro años, no está nunca en condiciones de gestionar adecuadamente las crisis que significan cualquiera de estos eventos catastróficos.
En China (¡donde sin miramientos se fusila a los funcionarios corruptos, como sería el caso del ex binomio presidencial guatemalteco!), el Estado tiene proyectos de largo aliento que ya piensan en el siglo XXII. ¿Por qué aquí no podemos tener un plan que supere el efímero paso de una administración de cuatro años? Evidentemente porque hay intereses que hacen que el Estado siga siendo este botín de guerra, ineficiente y bobo, que no puede superar un precario asistencialismo posdesastres. Pero nos merecemos algo mejor, ¿no?
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