Quienes han nacido en cuna de oro en Guatemala (es decir, las élites económicas locales de origen criollo y sus centros de pensamiento e ideologización) han acumulado una serie de insultos contra el pueblo entre los que destacan términos como «chusma», «indios» y «choleros», a los que habría que agregar «haraganes», «resentidos», «vividores» y «parásitos», entre otros.
La idea es dar una imagen del pueblo como de hordas de bárbaros improductivos que no dejan trabajar a los guatemaltecos de bien, subidos sobre un pedestal de soberbia y egoísmo.
Esas nociones y esos imaginarios de las élites contra el pueblo están tan arraigados que incluso se han deslizado en el lenguaje de las clases medias, si bien en este campo social hay toda una batalla de sensibilización para desaprender siglos de ideologización en ese sentido.
El punto es que, en ese contexto, la frase de Sinibaldi de «muertos de hambre» es también común para referirse a los que viven de un empleo con salario fijo o a quienes se considera que no tienen ningún pedigrí dentro de las clases altas. «Es un comemierda», se dice en el argot más íntimo.
Es así como en Guatemala se ha construido un muro ideológico discriminador que expresa simbólicamente la inmensa brecha material y económica entre las élites y el pueblo. Sociológicamente hablando, los primeros son una minoría poderosa y arrogante, pero a la vez temerosa y deshonesta.
Los segundos, el pueblo, están tan ocupados en sobrevivir que apenas pueden organizarse para responder con un solo puño.
Como sea, cualquier profesional de la psicología diría que el temor siempre se expresa, como mecanismo de defensa, en formas de proyección de lo que nosotros mismos somos en nuestra más profunda cobardía.
En el caso de Sinibaldi, se diría que está dando patadas de ahogado, pero el muro de la violencia simbólica desde arriba sigue allí intacto, disfrazado de realidad. La verdad sociológica e histórica indica todo lo contrario. Aquí las élites económicas han vivido a costa del Estado y de la explotación de la mano de obra a la que desprecian y han abusado de toda suerte de privilegios, de derechos de veto, de represión y de altisonancia, de tal modo que fácilmente se comprueba que los parásitos han sido otros: ellos, no el pueblo.
Los resentidos son otros: ellos, no el pueblo. Tienen resentimiento contra su propia gente por «reproducirse como conejos», por exigir salarios justos o vivienda digna, por exigir respeto a sus territorios y recursos naturales, por no entender la economía del 1 %, etc.
Los haraganes e improductivos son otros: ellos, que prefieren que los migrantes sostengan la economía, que los bancos vivan del erario público aumentando la deuda pública y que el fisco los libere de todo tributo, de manera que prefieren sacar sus capitales del país en vez de lograr un capitalismo de productividad, y no solo de competitividad gratuita para ellos y a costa del bien común.
Los vividores del Estado son otros: ellos, incapaces de no depender del presupuesto público y de leyes ad hoc para que el pueblo les subsidie sus ganancias, que son abrumadoras.
En fin, la historia de la violencia simbólica es larga. Costará desmontarla, pero la evidencia empírica indica que sí se puede. Mientras tanto, el único camino que veo para revertirla sigue siendo la lucha por la democracia plena, una democracia donde el voto sea más poderoso que el dinero y la ley esté por encima de todos.
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