Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2016), Venezuela tiene un índice de desarrollo humano de 0.767, muy superior a otros países de América Latina, como Colombia y Brasil, mientras que Guatemala se mantiene con uno de 0.492 y con una tasa de extrema pobreza de casi el 35 %.
Una explicación ha sido que la revolución bolivariana democratizó la renta petrolera con efectos positivos en las masas desposeídas. Así, en las etapas más altas del precio del crudo, el presidente Hugo Chávez pudo soñar con un programa de integración regional para respaldar instancias y financiar aliados por toda América Latina, incluyendo Guatemala.
La cercanía de Venezuela para transportar crudo a los Estados Unidos y al mismo tiempo la cercanía de Chávez con el régimen cubano generaron las condiciones para una confrontación de intereses y de proyectos que ya todos conocemos.
Pero Chávez fue consolidando, mediante elecciones periódicas, una democracia participativa, que afianzó también al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Ello, pese al hostigamiento estadounidense y a la virulencia de la oposición, que incluyó sabotajes a la industria petrolera y el golpe de Estado fallido del 2002.
Chávez realmente generó condiciones para que el pueblo lo amara y los revolucionarios de todo el mundo lo respetaran.
Sin embargo, antes de morir, Chávez nombró a Nicolás Maduro como su heredero político. Y este, en su apretada victoria, tuvo que apelar a la figura del comandante eterno para posicionarse.
Mi punto es que una cosa es el proceso revolucionario y otra la gestión de gobierno. La lectura más común que leo en algunas izquierdas es que Maduro está bajo la presión del imperialismo, cuyo fin sería la invasión y el destierro de la revolución.
Yo no lo veo así. Yo creo que el legado de Chávez, que sí se atrevió a someterse a un referendo, se está perdiendo aceleradamente, así como su base social, y que el culpable es el mismo Gobierno, es decir, el estilo autoritario y la mala gestión de Maduro.
El error conceptual de querer meter todo en el marco de la lucha antiimperialista no deja ver el cúmulo de errores en el manejo de la macroeconomía que ha afectado a las clases medias, tampoco la encerrona que el PSUV les ha dado a las instituciones al punto de no admitir el triunfo de la oposición en las elecciones legislativas.
Disolver la asamblea, desaforar a sus diputados y pretender jugarle la vuelta al mismo sistema convocando a otra asamblea constituyente comunal, donde la consigna sea «todo el poder a las comunas y a los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP)», no es otra cosa que caminar de prisa hacia el pasado, hacia el modelo soviético, un régimen de partido único y de economía estatizada que de plano no tuvo éxito.
Desde una óptica institucionalista, se puede decir que Maduro está cometiendo un democraticidio, a la vez que un suicidio político, porque negarse al referendo lo aleja más de la población y aumenta la inestabilidad política hacia el caos. Hay que leer cómo cayó la República de Weimar, por ejemplo, para comprender cabalmente lo que digo.
Ahora bien, si se compara el sistema político guatemalteco con el venezolano, se podría decir que es igual o peor. No estamos en posición de juzgar por encima del hombro. Y nuestra retrógrada oligarquía no tiene la solvencia moral para criticar los resultados de la revolución bolivariana.
Lo que sí podemos hacer los sectores progresistas es analizar qué país queremos: si un modelo como el venezolano u otro como el de Ecuador, donde Rafael Correa sí comprendió el manejo de la macroeconomía y de la alternabilidad democrática. Costa Rica es, para mí, el modelo a seguir por su estabilidad en ambas variables.
Pero una cosa es el totalitarismo y otra la democracia liberal real y participativa. Ahí sí el tema es de fondo.
La última vez que defendí a Maduro fue en el programa televisivo Dimensión, de Dionisio Gutiérrez, en abril de 2014, porque era obvio que las violentas guarimbas de la oposición pretendían un golpe de Estado, o sea, tomar el poder sin pasar por las urnas.
Pero ahora que estas ya lo hicieron y se las quiere liquidar casi por la fuerza, no parece nada lógico. El pluralismo y la democracia son una misma cosa y no riñen con la distribución de la riqueza.
La lucha por la democracia plena en Guatemala no debe ir encaminada a liquidar a las derechas, sino a democratizar la economía y a fortalecer las instituciones democráticas mediante políticas públicas transparentes y universales.
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