Creyendo que se trataba de un conflicto doméstico entre su poder soberano como presidente de Guatemala y la injerencia extranjera de un organismo internacional, imaginó una querella compleja, pero que podría ganar al final gracias al apoyo de la mayor parte de la clase política, de la mayor parte de los empresarios y de la mayor parte de los líderes religiosos. En pocas palabras, el presidente consideró que, con el apoyo de los poderes fácticos del país, nadie tendría la capacidad de enfrentársele y salir airoso. Qué equivocado estaba y sigue estando el presidente.
Si bien el alineamiento de los poderes fácticos nacionales en apoyo al presidente es un hecho, al menos cuatro factores de poder quedaron fuera de su ecuación: las instituciones de justicia garantes del orden constitucional y del respeto a los derechos humanos (la Corte de Constitucionalidad —CC—, la Corte Suprema de Justicia y el Procurador de los Derechos Humanos), la comunidad internacional y el Gobierno de Estados Unidos, los medios independientes fuera de la órbita de control del señor González y, crítica en esta coyuntura, la opinión pública y la movilización ciudadana. Los cuatro han sacado a relucir su músculo en medio de la crisis política y sin duda han puesto en jaque la estrategia gubernamental de ataque a la Cicig. Cada uno ha actuado en su ámbito. Sin embargo, pese a que no ha habido una acción coordinada entre ellos, prácticamente se han convertido en un frente contra la impunidad sólido y con capacidad de incidencia.
Como sucede en las guerras, luego de varias batallas hay que evaluar la situación del terreno y de las fuerzas en conflicto. Se trata de hacer un balance objetivo en el cual el peso de las pasiones y de los intereses sea considerado y sumado al de las capacidades políticas reales de cada uno de los actores.
En el frente contra la Cicig, las heridas más notorias se han visto reflejadas en el repliegue táctico (el Gobierno dice que estratégico, pero es difícil confiar en su opinión) en los ataques al comisionado y a las leyes que sustentan y le dan dientes a la lucha contra la corrupción y la impunidad. Tanto el presidente como el Congreso tuvieron que echar marcha atrás en sus respectivas iniciativas, detenidos por la CC en un caso y por el clamor unísono de la ciudadanía en el otro.
En el caso del frente contra la impunidad y la corrupción, es claro que el MP y la Cicig no pudieron avanzar en su propuesta de levantarles el derecho de antejuicio al presidente y a los secretarios generales de la UNE y del extinto partido Líder. La oposición frontal del Congreso cambió a una menos monolítica posteriormente, luego de las protestas ciudadanas del 20 de septiembre, pero aún así el Congreso fue incapaz de reunir los 105 votos para retirarle el derecho de antejuicio al presidente.
El actor inesperado en este aparente juego palaciego lo constituyó la protesta ciudadana, primero ante el Congreso para exigir la derogación de las leyes contenidas en el llamado pacto de corruptos y luego en la articulación de fuerzas que se manifestó en todo el territorio nacional el 20 de septiembre. El presidente y algunos voceros del bloque oficial y de los poderes fácticos han querido disminuir la importancia y el peso de esa manifestación ciudadana, pero la estrategia del avestruz les puede hacer más daño a ellos mismos que a la ciudadanía. «El soberano habló», tituló de manera acertada el excanciller Édgar Gutiérrez, y sin duda es un actor que no se replegará ni desaparecerá en las semanas venideras.
¿Cómo queda el escenario político luego de estas escaramuzas? Primero, hay un clima altamente polarizado y de mutua desconfianza que impide ver la posibilidad de alternativas de mediación para una salida política y negociada a la crisis. El Gobierno y sus aliados empresariales y religiosos insisten en convocar a un diálogo nacional, pero las fuerzas antiimpunidad miran dicha alternativa con recelo, pues les parece que lo que se desea es ganar tiempo para desmovilizar y mediatizar a los que no desean continuar con el statu quo.
Por otra parte, las acusaciones contra la clase política y sus financistas apenas han mostrado la punta del iceberg. Y, de continuar las investigaciones sobre financiamiento electoral ilícito y el muchas veces anunciado caso Odebrecht, podemos ver otro sunami de casos ante la justicia. Otra marejada contra la clase política y sus financistas puede levantar aún más los ánimos de la ciudadanía y de los medios de comunicación independientes y al mismo tiempo influir en el clima de confianza de la comunidad internacional hacia el Gobierno.
Diálogo o justicia parece ser el dilema de la coyuntura. El diálogo favorece a las fuerzas pro statu quo, que buscan una salida a la crisis que las fortalezca y les dé tiempo para poder ser los electores del nuevo fiscal general y de las nuevas cortes. Justicia es la alternativa de quienes desean un nuevo orden político que supere el sistema corrupto en el que hemos vivido por décadas y consideran que solo la lucha frontal contra la impunidad permitirá el nacimiento de ese nuevo orden político.
A favor del diálogo, hay que decir que es una alternativa real si las fuerzas en conflicto no logran imponerse una a otra. Como sucede en las negociaciones de paz al final de un conflicto armado, ambas partes reconocen que no poseen la fuerza para imponerle una solución al otro y por eso negocian un fin a las hostilidades en un marco de mutuas concesiones. Si las fuerzas pro statu quo y las fuerzas antiimpunidad y anticorrupción no logran imponerse una sobre otra, políticamente y en el marco institucional, el diálogo será la única salida a la crisis.
A favor de la justicia, hay que argumentar que abre la posibilidad de continuar debilitando el sistema de corrupción imperante. Una mayor presión de las acusaciones penales contra los operadores del statu quo hará posible una negociación en términos muy distintos a los que tiene pensado el Gobierno en este momento. En respuesta a dicha presión, el Congreso puede, por ejemplo, sentirse animado a considerar reformas importantes a la Ley Electoral y de Partidos Políticos que rompan con el financiamiento ilícito de campañas y abran la posibilidad a formas de participación política menos rígidas a las contempladas en la ley actual.
Está claro que el clamor ciudadano en favor de la justicia y contra la corrupción buscará la salida que asegure el mayor cambio político posible. Así que, puestos frente al dilema entre diálogo o justicia, la mayor parte de ciudadanas y de ciudadanos, además de los medios de comunicación independientes, le apuestan a la justicia.
La comunidad internacional y Estados Unidos pueden tener una opinión más conservadora que la de la ciudadanía. Si el diálogo nacional implica cambios reales al sistema político y garantías claras de que no se buscará debilitar a la Cicig y al MP, es posible que la comunidad internacional acoja con beneplácito la alternativa del diálogo. Pero, si lo que se pretende es dialogar sobre temas más esotéricos y comprar tiempo para golpear al MP y a la Cicig, la comunidad internacional apoyará más el avance en la justicia.
El país se juega como nunca su futuro en las próximas semanas. Diálogo o justicia será el dilema al que nos enfrentaremos, y la ruta que se tome decidirá un rumbo histórico quizá irreversible.
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