No se trata del primer viaje de estas características que hace el monarca. Pero, dejando a un lado las insoslayables consideraciones ecologistas, el momento crítico que vive el país ha convertido el hecho en un gesto obsceno e insultante que la ciudadanía no ha querido ni ha podido pasar por alto.
Lo más grave es que nada de esto se hubiese sabido si el Rey no hubiese sufrido un percance debido al que tuvo que regresar a Madrid anticipadamente para ser operado de una fractura de cadera.
La breve disculpa que Juan Carlos I formuló a la salida del hospital el pasado miércoles, la primera que manifiesta en público en toda la democracia, constituye un gesto histórico e imprescindible, pero absolutamente insuficiente y falaz si no se ve acompañado del refrendo en el futuro con actos ejemplares que compensen la afrenta sufrida por la población.
Aunque nada indica que el Rey y su familia vayan a abandonar la situación tan confortable en la que han vivido hasta el momento, por excepcional que sea la crisis que atraviese el país y lo escandaloso de los asuntos que nos ocupan.
Porque el Rey y la monarquía española no rinden cuentas ante nadie y están por encima, incluso, de la propia constitución de 1978. Pensemos, además, en las más de tres décadas de injustificable oscurantismo informativo impuesto por la casa real en torno a si, que hace que el Rey en particular y su familia en general vivan protegidos por un velo invisible que nadie osa atravesar.
Fuera de los insulsos discursos oficiales y la agenda pública de la que dan cuenta unos pocos periodistas dóciles escogidos entre los principales medios nacionales, hablar sobre las andanzas del Rey o debatir sobre el papel de la Corona se ha convertido en un tabú o en un decadente río de melifluas palabras. Así está ocurriendo en esta ocasión también, aunque debido a la coyuntura, afortunadamente la opinión pública ha reaccionado de una forma mucho más airada.
Una vez dada a conocer la noticia del accidente en los medios tradicionales el pasado sábado por la mañana, el hartazgo de la sociedad se vio reflejado en primer lugar y a gran velocidad en el mundo 2.0. De hecho, si no hubiese sido por Internet, habríamos asistido a otra serie de insoportables, benévolas y condescendientes formas de abordar el asunto. Afortunadamente, el sentimiento crítico proveniente de la red se filtró irremisíblemente en los medios tradicionales apenas dos días después, apropiándose de la atención de la opinión pública.
Muy probablemente, la rápida expansión del enfado de la sociedad a través de ambas vertientes del espectro informativo tuvo que ver con que el viaje a África colmó el vaso de la paciencia colectiva puesta a prueba por la monarquía en los últimos tiempos.
Porque la expedición a Botsuana viene precedida de toda la polvareda levantada con el caso Urdangarín, el yerno del Rey que, al día de hoy, se encuentra inmerso en el juicio por una importante trama de corrupción vinculada con relevantísimos cargos políticos. Además, recientemente, uno de sus nietos, de tan solo trece años, se disparó en el pie con una escopeta que su padre, otro de los yernos del monarca, le había prestado.
Por tanto, no hablamos únicamente de la necesidad de restablecer, si es que eso aún es posible, el buen nombre y el prestigio de la institución monárquica, arduamente socavados por sus propios miembros. Ha llegado el momento de ir más allá.
Porque, al margen de un tema nada menor como el de la ejemplaridad, el problema principal reside en que no hay ningún motivo ni precepto o razón jurídica o cívica que pueda sostener que tanto a nivel simbólico como legal, periodístico o político, el rey y su familia sean intocables. Nada, ni siquiera la familia real, puede prevalecer por encima de la igualdad de todos los españoles ante la ley, sus instituciones y las reglas de convivencia de la sociedad.
Dadas las circunstancias, se impone la necesidad de iniciar un debate profundo en torno al manejo, la vigencia y la utilidad de la Corona. Porque los tiempos y la sociedad española han cambiado enormemente en las últimas tres décadas. Y hoy en día, la monarquía no pasa de ser un vestigio atávico absolutamente inservible e incompatible con una democracia moderna como la que aspira a ser la de este país.
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