La anterior pregunta surge en las últimas semanas respecto a temas de relevancia constitucional, que no deberían dejar indiferente a nadie. Una constitución tiene como fin organizar la estructura de poder en un Estado para el bien común y la dignidad humana. Si las autoridades y los ciudadanos no cumplen con dicho pacto social supremo, no hay garantía que resista a cualquier abuso de poder e incumplimiento de los fines del Estado.
Por un lado, en las últimas semanas, nuevamente la FECI del MP mostro la realidad: el sistema de elección de magistraturas es vulnerable ante el poder político que busca pervertir la justicia en el país. Ante esto, bajo el sistema actual se han propuesto mecanismos en el Congreso de la República para transparentar el proceso de forma real. Propuestas como una comisión ad hoc para evaluar a los candidatos, un precedente legislativo que establezca que para elegir a las personas que ocupen las magistraturas se necesitan los votos de dos terceras partes de diputados (actualmente basta con mayoría simple), entre otras, han sido presentadas por algunas bancadas. Otros han ido más allá al proponer una reforma constitucional profunda en el sector justicia (la misma intención del MP y la Cicig en 2016).
Las anteriores propuestas han sido desechadas y detenidas por algunos sectores que dicen defender el texto constitucional vigente desde 1986, pero estos en realidad esconden una intención de que el sistema siga como está y no funcione (o sí funcione, pero solo para ellos). Asimismo, algunos sectores conservadores se oponían nuevamente a que la Corte de Constitucionalidad suspendiera la elección en la Corte Suprema de Justicia y en las cortes de apelaciones (los mismos problemas que surgieron en 2009, en 2013 y a finales de 2019), lo cual finalmente sucedió.
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Mientras sucede lo anterior, miembros de los mismos sectores que instrumentalizan la academia en contra de la asignación no menor del 5 % de los ingresos ordinarios a la educación superior pública han desplegado una campaña que busca tergiversar el mismo texto constitucional que se afanan en defender. Son los mismos sectores que se oponen a la implementación de una ley de competencia para eliminar los monopolios en el país y alcanzar un régimen económico basado en la justicia social.
Los ejemplos anteriores, en ambos extremos, demuestran que para estos sectores la Constitución no es el pacto social supremo, sino una herramienta que interpretan a su antojo para mantener el statu quo en los casos que los favorecen y que incumplen cuando se trata de los derechos sociales de las grandes mayorías. Interpretar la norma suprema según las circunstancias del caso y la afectación de privilegios es contrario a la certeza jurídica (otro valor que se afanan en defender) y a los derechos humanos. Lamentablemente, en Guatemala la cultura de incumplir las normas está extendida por dos factores principales: 1) que lo hacen personas ilegítimas, lo cual conlleva normas ilegítimas, y 2) que las normas son utilizadas según el interés de grupos de poder.
Guatemala esta próxima a celebrar su bicentenario como república independiente, pero el recuento de la historia no es positivo. Durante menos de una cuarta parte de esos 200 años ha habido democracia en el país (si se puede considerar democrática la era actual, a partir de 1985). Los indicadores sociales están en caída (en el índice de desarrollo humano descendemos como país año tras año), tenemos un modelo económico feudal que se resiste a industrializarse (la Revolución Industrial fue en el siglo XVII), y la Constitución Política de la República, reconocida por sus avances en derechos humanos, es sistemáticamente incumplida por los grupos de poder e instrumentalizada para conservar un sistema que sirve a pocos. Un país con dicha doble moral solo puede ser cambiado por las nuevas generaciones de mujeres y hombres que aspiran a un futuro mejor. Un reto difícil.
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