I
Vuelvo a mis apuntes y preocupaciones sobre “la nación”, y pienso que quizás al final los románticos —y los utópicos— tenían razón y podemos pensar —de nuevo— que las naciones son construidas por relaciones culturales, por identidades, y no por sistemas políticos. Y aquí es importante pensar desde la cultura porque las identidades anteceden a la nación, al estado-nación como proyecto político. Antes de la nación, estaba la cultura. Por estos días es posible volver a pensar que, que para bien y para mal, las identidades que han permanecido dentro de las grandes naciones homogeneizadas están mostrando rupturas centenarias, rupturas que han permanecido debajo del discurso único de lo nacional, esas identidades que están buscando y provocando que lo local comience a primar sobre lo nacional.
Después de las elecciones, muchos de mis amigos estaban en shock por el resultado, lo estaban porque habían creído, habíamos creído, en varias cosas: en las encuestas y en los estereotipos; en el estereotipo sobre todo de los “blancos racistas estúpidos” que no podía prevalecer —no era posible— en una nación multicultural, construida por migrantes, en una potencia mundial, si conservamos el lenguaje de la Guerra Fría. Pero Estados Unidos —la America de los otros americanos— no es Washington, Nueva York o Chicago. Es más que eso, es otras identidades —en pugna siempre, claro, es la dinámica— que han prevalecido en regiones configuradas a partir de prácticas culturales e identidades compartidas, regiones que, si las vemos bien, podrían ser consideradas como otras naciones dentro de la nación.
Lo que estas elecciones demuestran, y es muy pertinente verlo, es que quizá no ha sido posible homogeneizar a varias naciones dentro de una nación, como se pensó desde las independencias, o, al menos, no es posible que ese mal dure cien años, o 200, y haya un sistema que lo resista. Lo que está pasando en el mundo puede ser una respuesta de lo local a lo nacional —siendo lo nacional lo absoluto y por ello aplastante—, donde la nación de la ley, la nación del nombre, no funciona más: se resquebraja.
La nación está resquebrajada, y en esa fragmentación surgen las identidades que propician noches decisivas como la del pasado 8 de noviembre. Y todavía nos sorprenden. ¿Por qué nos sorprenden? Porque creímos en el relato homogeneizador de las naciones —a toda vista un relato blanco— y creímos que era posible vivir marginando a los otros. El asunto de la marginalidad es especialmente delicado en una historia como la de Estados Unidos, pero en este caso lo traigo a colación como reflexión sobre la nación como tema y como problema.
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Cuando pienso en nación como concepto, recurro, como varios de mis compañeros, a la “comunidad imaginada” que Benedict Anderson describió en 1993, pero en el mismo concepto está la trampa. Porque imaginar permite excluir. La propuesta de Anderson de la horizontal de esta comunidad desconocida y aún así fraterna, en la que “aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” deja de ser cándida desde que se piensa en quién imagina a quién.
Por eso, pienso que es más viable mirar a la nación desde la propuesta que Shiv Visvanathan hizo en 2003. Visvanathan explica que todo proyecto de nación es violento si se mira a los ciudadanos de los márgenes, estos ciudadanos para los que su condición étnica –o de clase– es en sí misma una condición de marginalidad.
El triunfo de Trump sorprende por la mirada de lo étnico, dado que consideramos racista al candidato presidencial pero no miramos que dentro de Estados Unidos, dentro de la America misma, los otros blancos son también marginados y están respondiendo, con furia, odio, decisión, lo que sea, a lo político. Después de la victoria electoral de Trump leí interpretaciones como “la America profunda” y “la America rural”. Esa mirada centro-periferia es la que no permite establecer una mirada sin violencia de la nación. Las naciones son también periferia y no lo hemos querido aceptar. La caracterización de los votantes de Trump como blancos religiosos que odian (racismo, misoginia, homofobia) y ahora periféricos tiene sentido y no lo tiene.
Tiene sentido si pensamos precisamente que en Estados Unidos los imaginarios se debaten desde más de 200 años, desde la fundación misma de la nación. Desde nuestros espacios nos burlamos de los gringos-tontos-que odian como otros se burlan (porque ocurre) de los indios-ignorantes-borrachos. Hay que pensar que las generalizaciones crean enemigos adecuados para los discursos que han prevalecido desde quienes fundaron la nación, la idea, el lugar más avanzado para vivir para los avanzados, para los que están arriba (primero liberales, luego democráticos).
Así de básico como injusto es mirar los resultados desde el centralismo y ese discurso despectivo hacia la periferia, especialmente la rural —ya se sabe que Detroit es despreciado como periferia pero no es rural—, así de injusto y básico es establecer discursos injustos y básicos hacia la otredad. Presenciamos una campaña donde la otredad era —pero no era— el tema. Tengo mis preocupaciones hacia las otredades en Estados Unidos, especialmente hacia la latinoamericana, la centroamericana, pero lo que me ocupa subrayar es que creímos el relato de una nación unificada, homogeneizada, que ha mostrado todos sus márgenes, unos márgenes desconocidos hasta ahora, con una gran fuerza política. Sea la que sea.
La America de los americanos es una preocupación en tanto la nación parece ahora tan lejana a la década de 1990. Los historiadores, los sociólogos, los científicos sociales de entonces respondieron a las preguntas éticas de su época, a los acontecimientos: desde las décadas de 1810-1820 hispanoamericanas no había habido una profusión de identidades en ebullición que reclamaran, bajo la nación como idea y estandarte, la unión o la separación, las violentas historias de África y los Balcanes están ahí para recordárnoslo. Lejos estamos ya de 1990 y la nación como tema, problema y modelo. Me parece que por lo mismo es pertinente mirar, y admitir, que la nación romántica fue también la nación violenta. Y el peligro de las violencias reside en la homogeneización.
II
Mi segunda preocupación es Centroamérica después del 8 de noviembre. Porque la Centroamérica que mira hacia Estados Unidos es también un espacio violento y fragmentado. Como región misma Centroamérica es a veces imposible de pensar, como países centroamericanos, los gobiernos de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica también han aplastado toda posibilidad de otredad. El problema de las naciones de Centroamérica que miran —y dependen— a Estados Unidos es también la otredad. Y es crucial admitirlo.
Imagino una región más precaria, más encarecida si sigue dependiendo de las otras naciones —las potencias— para sobrevivir. En los países del triángulo norte la nación ha sido construida hacia adentro, siempre hacia adentro, a pesar de las décadas, los siglos incluso, de migración y exilio. Los centroamericanos nunca miramos hacia afuera, a los otros, no solo a los “extranjeros” sino a los demás otros: los que emigran, los que se exilian, los que no quieren una tumba en el mismo lugar en que nacieron.
En repetidas ocasiones he preguntado por qué los gobiernos centroamericanos no han visto a sus ciudadanos desde fuera del territorio. Por qué la comunidad imaginada —estirando el concepto de Anderson— funciona únicamente a partir de la nostalgia y las remesas económicas e intelectuales pero no funciona para la operación más crucial luego de mirar: para volver. Los discursos de los hermanos lejanos —que se fueron, que se van cada día— funcionan únicamente para inflar la economía, para no mostrar el raquítico PIB y para publicidad de productos nostálgicos y bancos.
¿Por qué los países de Centroamérica no han podido pensar nunca en clave de migración más allá del egoísmo y la exclusión?
¿Qué va a pasar cuando esas naciones centroamericanas disgregadas, esas comunidades imaginadas, regresen?
Nadie, ningún gobierno, ningún banco, ningún ciudadano de adentro pensó en la posibilidad de volver, y en la forma de volver. En Guatemala y El Salvador los migrantes construyen o mandan a construir sus “casas de remesas”, esos espacios que les permiten volver, o imaginar volver, como después de todo éxodo, a la tierra prometida, que no es más, en este relato, que el país de origen, la nación construida desde el más básico —y no menos importante— concepto del nacimiento.
Aquí y allá la nación está resquebrajada desde el centro y ese centro roto provoca que esas fragmentaciones den paso otras naciones, otras que siempre han existido, como ocurre con los pueblos originarios y afrodescendientes en Centroamérica, y no siempre han demandado sus lugares dentro de lo político. O al menos no los han tenido.
Así como es pertinente preguntarse cuántas naciones hay en Estados Unidos, hay que preguntarse cuántas naciones hay en los países de Centroamérica, y hay que preguntarlo con un pie en el siglo XIX y otro en el XXI. La inherente relación entre nación y migración, nación y exilio, me devuelve a Visvanathan para pensar en el caso de Centroamérica: “Exiliados, migrantes, refugiados, diáspora, son todos ciudadanos fuera del territorio oficial (…) hablan de la dinámica de la violencia dentro del territorio”. Porque todo proyecto de nación es también un proyecto de exclusión y expulsión, no importa el siglo.
El 8 de noviembre, lo primero que vi desde los centroamericanos en redes sociales fueron las reacciones sobre las deportaciones masivas. Las reacciones más violentas. Sí, la deportación es una preocupación, es un asunto de seguridad, de economía, de otredad. Y por ser de otredad puede convertirse en un asunto de odio.
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En Centroamérica estamos tan acostumbrados a ensanchar los márgenes para marginar más, claro. Al punto que llegamos a marginar no hacia las periferias —los extremos— sino hacia afuera y empezamos a expulsar un país, primero a través del desplazamiento forzoso dentro de los países mismos y después mediante la migración forzada irregular. Arrinconamos tanto a los otros (primero los indígenas, luego los campesinos y los obreros y al final simplemente los pobres) que los márgenes se desplazaron hasta otras naciones, especialmente Estados Unidos.
La mirada de la nación fragmentada debe apuntar hacia la otredad nacional, ¿qué haremos si las deportaciones masivas en efecto ocurren?, ¿están preparados los gobiernos, las cancillerías, la ciudadanía? ¿Adónde iremos?
En estas sociedades tan fragmentadas, tan segregadas, se me hace que la preocupación por la otredad post Trump (emigración, deportación) va a pasar también por la clase. No hay obsesión más grande en Centroamérica que la clase cruzada por la propiedad privada. Y en estos discursos la nación —“la tierra que nos sustenta, la familia que amamos”, dijo en 1912 Joaquín J. Guzmán— se convierte en propiedad privada. Aún hay quienes creen que los que se van, los que se fueron, los emigrados, los exiliados, los deportados, por el hecho mismo de irse —de huir a veces— no merecen nada: la nación se convierte en lo privado, en lo de adentro, y los salieron no merecen los mismos derechos ciudadanos —que por ser ciudadanos mismos poseen—. Merecen, creen algunos, el margen de nuevo.
Centroamérica, una región sostenida en remesas familiares y acostumbrada a marginar-expulsar, tiene que repensarse, replantearse, como proyecto político e incluso como símbolo, tras triunfo electoral de Trump. De lo contrario, vamos directo al barranco.
Sé que hay miedo, adentro y afuera de Centroamérica, tras la victoria electoral de Trump. Pero Trump no es la clave de nuestra violencia, inseguridad, miedo, odio y egoísmo, es una pieza más, una muy contundente. Vamos a fracasar sin necesidad de Trump si constituimos el miedo y el odio desde el otro que es parte misma de nosotros en tanto salvadoreño, guatemalteco, hondureño, nicaragüense, costarricense, centroamericano.
La nación está fragmentada, la nación también es periferia. Como otras naciones, también estamos hechos pedazos. Pero es posible reconocerlo y pensar qué hacer, qué haremos, con los pedazos en los que nos hemos convertido.