Por ejemplo, el ejercicio que utilizaron para enseñarme el número nueve tenía dos partes. Una era una guía punteada que yo tenía que trazar para aprender a escribir el número 9; la siguiente era un conjunto con nueve revólveres encerrados en un Diagrama de Venn. Ese tipo de iconografía cumplía la función de socializarnos dentro de una sociedad en guerra controlada por el poder militar. Pero también la de socializarnos para construir una ciudadanía mediada por los intereses militares. Los ejercicios militarísticos matemáticos y los múltiples actos cívicos nos encaminaban a cumplir con la idea militar de qué era ser ciudadano.
Afortunadamente los tiempos han cambiado. Mis hijos ahora aprenden matemática sin esta iconografía de violencia. Los actos cívicos se mantienen pero son mucho más relajados y un poco más creativos. Esto no significa que esta iconografía militar esté divorciada de su vida. Está presente en sus programas de televisión, sus videojuegos, sus juegos con sus amigos, su discurso sobre el relacionamiento social con otros, etc. Pero por lo menos el colegio en donde estudian conscientemente evita incluir este tipo de símbolos violentos.
Ahora existen otros discursos y otra simbología que compite para crear ciudadanía. En cierto sentido, esta iconografía es más dañina por su sutileza y su perversidad. Este pasado fin de semana, mis hijos y yo visitamos Divercity. Como padre siempre busco un lugar interesante en donde puedan divertirse sanamente y, a la vez, explorar nuevas facetas de su creatividad. En la página web de Divercity me llamó la atención encontrar las palabras ciudadanía y diversión en una misma oración. Lo que me pareció interesante porque por lo general los temas de participación sociopolítica no se necesariamente consideran divertidos. Además su página se presentaba como un lugar en donde los niños podían jugar a ser mayores y divertirse al mismo tiempo. Los adultos tenía su propia guardería y los niños eran los únicos a los que se les permitía participar en las atracciones. Por esto decidí llevarlos, a pesar de que el lugar estaba ubicado en uno de los tantos “mega-centros comerciales” que trato de evitar a toda costa.
Al llegar vi los múltiples colores que invitaban a los niños a la diversión. Las paletas de colores primarios plasmadas en las grandes letras que formaban el nombre del establecimiento. Todo parecía normal e invitaba a entrar. Mi primer shock fue encontrarme con la exagerada seguridad que uno necesitaba cruzar para ingresar. Las múltiples barandas de acero inoxidable que guiaban el cuerpo de las personas y las forzaban a mantener un orden. Al llegar a la taquilla comenzaba otro nivel de seguridad que estaba diseñada para la vigilancia. Luego de pagar, a todos nos pusieron un brazalete plástico con forma de reloj. Este brazalete tenía un mecanismo electrónico que permitiría la ubicación de mis hijos y controlaría el acceso a todas las atracciones. Antes de entrar finalmente a la “ciudad” el último mecanismo de control: un policía privado, mal encarado y con tacuche funerario, revisando el cuerpo de los padres y las bolsas de las madres con un detector de metales. A mí me encontraron cuatro encendedores, llaves y un celular –ya no soy soberano ni de mi cuerpo y un policía privado puede buscar y exigir que le enseñe lo que porta en cualquier momento–. Foucault se debió haber retorcido en su tumba en la inauguración de Divercity.
Al entrar al lugar todas mis esperanzas de que fuera algo interesante se desvanecieron. La cara de mi hijo de 12 años me dejó con una gran pena por la mala decisión que había tomado. El lugar era bullicioso. La música pop a todo volumen nos causaba una sensación incómoda. Mi hijo mayor y yo somos puristas del Thrash Metal, por lo tanto la música pop tiene el mismo efecto que el ajo tiene sobre los vampiros. Mi hijo menor solo repetía la misma pregunta: “¿Qué se hace aquí?” Yo no podía responder. Simplemente leí la información que se nos entregara en la entrada. Ahí se nos indicaba que teníamos que ir a la oficina del Banco Industrial en donde tenían que abrir su cuenta. Se les entregarían 200 Divis y una tarjeta de débito que usarían para ingresar a las distintas atracciones. Así también informaba que los niños también podrían ganar dinero en algunas atracciones en las que recibirían un salario.
[frasepzp1]
Antes de hacer lo que se nos indicaba dimos una vuelta para reconocer el lugar y descubrimos que cada atracción estaba plagada de publicidad. Empresas reconocidas tenían atracciones en las que los niños trabajarían por salario.
Fuimos al banco y les entregaron lo prometido. Mis hijos ahora tenían dinero para divertirse y para pagar por trabajar. Por ejemplo, mi hijo pequeño vio un gran cabina de avión y quería ir ahí. Lo llevé y se nos indicó que tenía que pagar 30 divis para participar y que recibiría 20 divis por trabajar como piloto. Se sentía bastante más real que un simple juego.
Como la publicidad del lugar lo indicaba, uno de los objetivos educativos de Divercity era el de promover ciudadanía. Intenté buscar alguna atracción que cumpliera con ese objetivo. No encontré ningún lugar en donde los niños y las niñas pudieran encontrar un sentido de “comunidad” política, necesario para crear ciudadanía. Más bien era una ciudad infantil en donde los aparatos de consumo y de vigilancia estaban establecidos. El ciudadano según Divercity es un niño o una niña que cumplen con reglas mínimas de convivencia: hacer fila y asegurarse de ir al baño antes de participar en las actividades. Un buen ciudadano es el que consume y trabaja. Su participación estaba monitoreada para ver cada lugar en que el o la niña participaban. Sus transacciones económicas estaban monitoreadas por su tarjeta de débito del BI. Su trabajo era monitoreado por los trabajadores del lugar, que eran encargados de entregar el salario a los niños (siempre menor que el precio del consumo de la diversión). Por lo tanto, el concepto de ciudadanía que promueve Divercity es el de una fuerza laboral ordenada que trabaja para consumir. El ciudadano consumidor y poco crítico es el ciudadano ideal.
Cierto, no existían bloqueos por comunidades, tampoco se promovía el sindicalismo, ni la discusión de una toma de decisión común para resolver problemas claves para la pequeña ciudad. No existían los espacios públicos. La única plaza que existe en el lugar estaba poblada por sillas y mesas que servían para comer en el único restaurante: Pollo Campero.
[frasepzp2]
A los 15 minutos mi hijo mayor dio la mejor solución a nuestro disgusto por haber llegado a esa ciudad artificial. “Papa, mejor vayamos a la guardería de padres”. Mi hijo pequeño solo logró tomarse una foto como piloto y participar en dos de las atracciones antes de que él mismo dijera que ya se quería ir. Todo eso me alivió ligeramente. Por lo menos mis hijos no están de acuerdo con vivir en una ciudad de “ciudadanos” consumidores.
Al salir de Divercity me di cuenta de que esa ciudad era una simple copia del ambiente que ya se vivía en el centro comercial. Hordas de ciudadanos consumidores gastando sus salarios que son mucho más bajos que el precio de la diversión que les ofrece el mercado. Ciudadanos que siguen el orden impuesto por la arquitectura que gobierna sus cuerpos y siempre los guía para seguir consumiendo. También la horda de ciudadanos consumidores que parecen ensimismados mientras agentes de seguridad con tacuches de luto los observan asumiendo que todos y cada uno de los ciudadanos son potenciales delincuentes. Las entradas son múltiples. Las salidas son totalmente dirigidas para que el ciudadano se pasee vigilado por todas las vitrinas.
¿Para qué pagar por llevar a mis hijos para que los socialicen como ciudadanos consumidores? Además, la excesiva publicidad que hay dentro y fuera de Divercity debería ser suficiente como para que no tuviéramos que pagar un.
Lamentablemente mis hijos y yo vivimos ya en Divercity, en donde la publicidad nos bombardea cada segundo, nos dice que nos conformemos, consumamos y no divaguemos pensando que otra sociedad fuera del mercado es posible. Al salir de esa tortura, mi hijo me espetó: ¡Qué feo ser adulto!
Más de este autor