Rubén es un joven que conocí hace unos cinco años cuando él trabajaba como conserje para una empresa outsourcing. Su energía y sus ganas de comerse el mundo me llamaron la atención desde que lo conocí. Siempre andaba de buen humor, corriendo. Terminaba rápido todo lo que lo ponían a hacer y se apuntaba para horas extras. El trabajo le quedaba corto (a pesar de que allí los explotan), pero no tenía ninguna oportunidad de crecer.
Rubén tiene unos 23 años y dejó su pueblo y su familia en su natal Jutiapa a los 17 en busca de nuevos horizontes y de un trabajo en la capital. Solo encontró ese trabajo y pronto supo que solo estaría allí mientras daba el siguiente paso hacia algo más grande. No sabía qué era eso más grande, pero no se conformaría con ser conserje.
Ese algo más grande, ese mundo lleno de oportunidades que él estaba dispuesto a cazar, pronto tuvo un nombre: el Norte. Le contaron que allá se trabajaba en exceso, pero que se ganaba bien. Cuando me contó a mí y a otros amigos, tratamos de convencerlo de que no se fuera, sobre todo por el peligro en el que pondría su vida. Poco o nada de temor le causaban los riesgos de los que le hablábamos. Él quería hacer algo con su vida, nuevos retos, aprender cosas nuevas, expandir sus horizontes, y aquellos riesgos parecían un precio justo para alguien en un país donde no se lo valora y no tiene ninguna oportunidad de crecer.
Y es que, realmente, ¿qué opciones tenía? Regresar a su pueblo no era una de ellas —allí no hay mucho que hacer—. Tampoco conseguía ningún trabajo que le resultara retador y no tenía dinero para estudiar. Pero al final de cuentas no se fue a Estados Unidos. En su búsqueda de sacarle el jugo a su juventud encontró la única oportunidad que le brindaba el Estado: unirse al Ejército.
Primero pasó la etapa de selección, donde pocos aguantaron el ritmo de exigencia y entrenamiento, y así fue como entró en este programa de 24 meses de servicio en varios destacamentos militares. Al poco tiempo de haber entrado cumplió uno de sus sueños: tirarse de paracaídas. Hoy ya va por la mitad de su tiempo allí. Un día que lo saludé le pregunté si le estaba gustando y si le pagaban.
Él me contestó: «No es sueldo. Es una bonificación. Es como un bono que recibimos porque como aquí es voluntariado… Pero, más que todo, yo estoy aquí por recibir algunos cursos. Hay oportunidades de sacar el curso de enfermería, de aprender a manejar, de radioperador… cosas que le pueden servir a uno. Y en esos 24 meses puede aprovechar uno para sacar esos cursos. La verdad es que a mí me interesan, y por eso estoy aquí, pero quedarme más de mi tiempo, más de los 24 meses, no creo. Me aburro de estar aquí». Se aburre porque le toca hacer largos turnos en lugares con climas duros, muchas veces solo, sin nada que hacer y con poco contacto con el mundo exterior.
Es triste ver a un chavo con tanta energía y tantas ganas, pero con pocos recursos y, por ende, pocas oportunidades. Muchos como él están destinados a ser mano de obra barata o irse a Estados Unidos —en el mejor de los casos—. Es patético que el Estado no les ofrezca otras oportunidades a los jóvenes, que no garantice el derecho al estudio, a un trabajo digno, o que no disponga de espacios para que los jóvenes desarrollen todo su potencial, sus sueños, sus metas. La energía que caracteriza a la juventud se ve apagada muy temprano para la mayoría de jóvenes en este país frente a un panorama que muestra muy poco interés en ellos.
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