El Estado posee tu cuerpo, aún
El Estado posee tu cuerpo, aún
El 11 de octubre, el partido FMLN introdujo una pieza de correspondencia para reformar el Código Penal de El Salvador, que penaliza la interrupción del embarazo sin excepción; hay mujeres en cárcel por abortos espontáneos. El 12 de octubre, Plaza Pública alertó de las mujeres que mueren por abortos en Guatemala. En Centroamérica, las mujeres no tienen derecho a decidir sobre su cuerpo y su experiencia. Aún no.
I. La soberanía
Primero fue el deseo (putas, histéricas, ninfómanas), después fue la disidencia (divorciadas, lesbianas, estériles). Ahora es el sufrimiento. El sufrimiento de las mujeres. En Centroamérica, las mujeres se desangran: no pueden decidir sobre su cuerpo, sobre su experiencia (sexual y maternal), mucho menos sobre su goce. Nos han enseñado quién tiene que poseernos: el hombre, el marido, la ley, las instituciones, Dios o el Diablo. Pero nunca nosotras.
Durante años, durante siglos, nos han controlado, la figura de la mujer fue enemiga, bruja y bestia. Con esta construcción de la otredad en la que teníamos mucho que perder, teníamos también mucho que ganar. Pero ahora, en el siglo XXI, con ocho mujeres violadas a diario en El Salvador, y 22 más violadas en Guatemala, la lucha por el cuerpo, por la seguridad y la autonomía debe ser más grande que siempre.
El principio de la soberanía de las naciones, que compone aún el vocabulario político en Centroamérica, debe pasar primero por la soberanía sobre el cuerpo y la experiencia. Con ello quiero decir que el Estado no debe -ni puede- intervenir ni normar sobre el cuerpo y la experiencia de las mujeres. ¿Qué tipo de Estado construimos, en estos dos siglos, que puede meterse no sólo en las narices de los ciudadanos sino en el útero de las ciudadanas? Al introducirse en ese útero, al irrumpir, las hace perder toda autonomía posible, toda lucha ganada.
Los Estados centroamericanos actuales actúan, bajo constituciones supuestamente democráticas, con las pericias de los estados totalitarios. Quieren controlar todo: ya no necesitan controlar el deseo, está claro que casi han logrado anularlo; ahora quieren el sufrimiento, la dignidad. Controlar mente y cuerpo, pero no cualquier cuerpo: el de las mujeres. El cuerpo de las mujeres pobres.
En El Salvador, el 11 de octubre, la presidenta de la Asamblea Legislativa de El Salvador, Lorena Peña -amada y odiada por igual-, introdujo una pieza de correspondencia para reformar el código penal que tipifica como homicidio la interrupción del embarazo en cualquier condición. En cualquiera. Como resultado, hay mujeres en prisión. Las causales que argumentan la excepción de la despenalización en la interrupción del embarazo son cuatro: 1. Cuando está en riesgo la vida de la mujer gestante, previo aval médico; 2. Cuando el embarazo es producto de una violación o trata de personas; 3. Cuando exista una malformación en el feto que haga imposible la vida extrauterina; 4. Cuando, en caso de violación o estupro, la menor de edad de consentimiento de esta decisión y sus padres o tutores legales autoricen.
En Nicaragua, un país construido después de una revolución que ilusionó un continente y que convirtió a las mujeres en protagonistas de su historia, las alianzas de Daniel Ortega -el FSLN encarnado- llevaron a un retroceso tremendo en materia de derechos humanos: en 2006, en alianza con la Iglesia, el aborto fue penalizado en Nicaragua. Ya no es posible aplicarlo ni siquiera en casos terapéuticos.
En Guatemala, los casos de mortalidad materna están vinculados también al aborto. Como informó Carmen Quintela, la principal causa de mortalidad materna es la hemorragia, y aquí es donde hay que poner atención, y alarma, ya que muchas veces funciona como un eufemismo frente a un aborto, provocado o espontáneo.
Las mujeres toman medidas desesperadas. El sistema de salud, los médicos, las enfermeras, saben lo que sucede, pocas veces lo dicen. Pero cuando las mujeres que sufren embarazos impuestos e intentan abortar toman medidas inimaginables: introducirse objetos que finalmente rompen el útero, colocarse soda cáustica para quemar la vagina, que no el útero. Muchas se desangran y mueren. Otras sobreviven y sufren lo inimaginable. Para las que sobreviven y aparecen en los medios de comunicación el escarnio es otro sufrimiento: asesinas. Putas y asesinas.
II. El control
El principal control del Estado sobre lo humano ha sido el deseo, la pulsión. Como historiadora, comprendo que en el siglo XIX el Estado quisiera “normar” la experiencia, los sentimientos, el cuerpo y la imaginación. También entiendo que la mujer fuera la “depositaria de la raza”, ella, la incubadora de la nueva ciudadanía, y en algunos casos como México, la nueva raza cósmica. Lo comprendo como parte de un proceso histórico, pero no puedo pasar por alto los casi 200 años que han pasado desde esta experiencia de lo político.
A finales del siglo XIX, las legislaciones sobre el divorcio en Centroamérica, y especialmente en El Salvador, buscaban controlar a la ciudadanía pues la familia era entonces -y aún lo dicen las constituciones- la base de la sociedad. Aunque ahora creamos que el divorcio es una emancipación, en el siglo XIX funcionaba como mecanismo de control: contenía, o controlaba, la violencia, el asesinato, el alcoholismo, la prostitución y las enfermedades venéreas. La mujer era la llamada a cuidar de la virtud familiar y el orden social. Era, insisto, la depositaria del futuro de las repúblicas, la gestante, el útero de la nación1.
Pero el control del útero se vuelve un asunto descontrolado cuando el Estado quiere mediar entre una violencia crítica, unas instituciones religiosas cada día más presentes, los prejuicios y el odio. El cuerpo de las mujeres en el debate público está desnudo, desprotegido, mancillado y repartido. Todos, excepto ellas, pueden hablar por ellas: los diputados -hombres- de la república, los jueces que condenan, los abogados, las organizaciones provida y las organizaciones feministas que deben cuidarse de cosificar de nuevo los cuerpos de esas mujeres cuestionadas, porque, aunque se trata de una causa política, se trata finalmente de una causa humana.
En la última semana, después de la propuesta de despenalización de la interrupción del embarazo en El Salvador, las respuestas en contra de la medida de los grupos llamados provida fueron desde las más risibles hasta las más violentas. Entre ellas, algunas mujeres se quejaban de que nuestras madres no nos hubieran abortado, a nosotras, las mujeres que apoyamos las reformas al Código penal.
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Durante esta semana he sido testigo de los argumentos más clasistas para no permitir la dignidad y la salud de las mujeres en riesgo. Sobre todo cuando, las cifras nos dicen que estamos frente a un estado de emergencia:
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Según el Instituto de Medicina Legal (IML) de El Salvador, durante el año 2015 se registraron 2,048 denuncias de agresiones sexuales contra mujeres, lo cual significa un promedio diario de 6 mujeres víctimas de violencia sexual, una cada cuatro horas.
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En 2015, el 75.0% de las agresiones sexuales contra mujeres fue causado por un familiar o una persona conocida de la víctima, reportó el IML
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En 2015, el IML registró que 1,634 niñas o adolescentes de 19 o menos años (79.8% del total de víctimas mujeres) fueron víctimas de violencia sexual.
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Según el Ministerio de Salud de El Salvador (MINSAL), en 2015, el 30% de embarazos en el país fue de niñas o adolescentes. En promedio 69 niñas o adolescentes quedaron embarazadas cada día.
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En 2012, una de cada cinco niñas, de entre 10 a 12 años, que tuvieron un parto experimentaron su primera relación sexual con un familiar.
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De este grupo de niñas madres, 29% ya estaba unida antes del embarazo y el 17% se encontraba con una pareja que tenía 10 o más años que ella; lo cual constituye el delito de estupro.
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Según el sistema de vigilancia de muerte materna del MINSAL, en 2011 el suicidio representó la tercera causa de muerte materna después de los trastornos hipertensivos y de la hemorragia asociada al embarazo.
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Según la OPS, en 2013, un 50% de los suicidios en adolescentes salvadoreñas entre los 15 y 19 años fue causado por maternidades impuestas.
Estamos matando el futuro. Y lo estamos matando porque estamos condenando a estas mujeres violentadas y a los productos de esa violencia a vivir en un sistema que no les garantiza la sanidad mental posible para afrontar los orígenes de sus traumas, porque les imponemos vivir en un Estado que les vigila, les criminaliza y les arrincona -porque decir marginar ya suena hasta poético.
III. Un asunto de clase
La discusión sobre la interrupción del embarazo en casos de violencia y riesgo de vida nos coloca en un asunto de clase. Sí, de clase. Me lastima seguir pensando un país, una región, en clave de clases -que no de lucha- pero el asunto pasa mucho por el privilegio económico y configuraciones prejuiciosas y míticas. La discusión en El Salvador se ha interpretado mucho desde lo partidario, y desde el contexto de crisis fiscal, que no podemos evitar. Pero me gustaría volver hacia lo que se discute siempre -pues no es la primera vez- y es esa interpretación eufemística de “aborto” para las pobres, y “legrado” -porque así lo dicen en los hospitales que lo practican- para las que pueden pagar.
La criminalización de la pobreza de las mujeres que interrumpen su embarazo voluntaria e involuntariamente pasa mucho por las opciones para elegir. No todas, esto queda cada vez más claro, podemos decidir sobre nosotras. La criminalización de la pobreza, la lectura tan violenta de clase y los privilegios que los medios de comunicación dan a las mujeres que llaman asesinas a las mujeres que deciden no gestar un feto erigen una cancha muy oscura y pantanosa para transitar.
Desde la reforma al Código penal que tipificó como asesinato toda interrupción de embarazo, en 1998, la derecha se ha abanderado en contra del aborto desde una trinchera religiosa y moral. En este sentido, el discurso caracteriza a las mujeres con embarazos impuestos como inmorales y culpables del embarazo. También las hace responsables de un hecho que no han provocado y que es imposible de colocar en la responsabilidad de las mujeres únicamente. Si viviéramos en un país con libertades para elegir y plenitud en la salud reproductiva, ese discurso podría ser enunciado, aunque no justificado. Pero es absurdo e irrespetuoso culpar a la mujer de su violación, pensar que pueden elegir, y eligen mal, su vida reproductiva en un país con tanta violencia e impunidad en el tema de derechos reproductivos y salud sexual: sabemos que los hombres -las parejas y los agresores- y las instituciones son los que verdaderamente dirigen el cuerpo y la experiencia de las mujeres. El discurso católico y de derecha también propone castrar a los violadores -ya se sabe que en el Antiguo Testamento hay mucha violencia estimulante-.
Por eso ha sido significativo que el diputado de ARENA Johnny Wright Sol se manifieste sobre la normalidad del aborto en ciertos estratos y la criminalización de la pobreza en otros. Un día después de la propuesta de la reforma, y de las encendidas negativas de ARENA y el PDC, Wright Sol declaró:
El hecho (de) que el aborto sea ilegal, no quiere decir que no sea un problema que no existe, hay quienes tienen la posibilidad de abortar fuera del país o simplemente hacerlo de forma discreta y hay quienes no tienen recursos y deben recurrir a clínicas clandestinas donde pueden perder la vida (...) En nuestro país, el aborto es una realidad, siempre lo ha sido.
Este discurso enmarca con claridad las diferencias de la clase, el privilegio y la condena. Y lo importante no es saberlo sino ponerlo a discusión para poder construir narrativas que concilien la praxis y la ley.
Si pensáramos en la clave que ofrece Wright Sol podríamos superar –para bien- la construcción del bien y del mal que por extremas no abonan a la discusión sobre la interrupción del embarazo como un asunto de salud pública, una crisis, como han demostrado las cifras del IML y el MINSAL, para el caso salvadoreño. También podríamos descartar la terrible analogía del aborto como asesinato junto a los 25 ó 17 –depende de quién negocie- salvadoreños asesinados a diario. El asesinato es una construcción social, donde, claramente media lo biológico, pero ha sido constituida como categoría por las instituciones, por la ley. Así también hemos construido las ideas sobre ser bebé, una conceptualización dentro de lo social y que, en realidad, no tiene una relación con lo que sucede dentro del útero: lo que hay ahí es un embrión que, si logra desarrollarse, será un feto. Eso es lo que ocurre adentro. Afuera, ocurre otra cosa, una operación de lo conceptual: se conceptualiza, se crea, se construye, una idea de un bebé. Una idea, precisamente. Por eso mismo, no puedo aceptar los discursos de un embrión o un feto como bebé porque no hay ahí una relación social, una interacción mediada por la cultura. Me interesa señalar esto, porque solo si aceptamos que hemos construido discursos mirados desde las categorías sociales podemos deconstruir enquistados conceptos alrededor de la interrupción del embarazo. Por ejemplo, el discurso de los movimientos llamados provida. Una reconocida columnista, líder de este movimiento, me escribió una cartahace tiempo, en ella me deja clara una postura que representa a un gran sector que encarna un movimiento con mucho poder y se opone a la interrupción del embarazo:
Incoherente decir que la pobreza no debe criminalizarse y que el-o-la criminal pobres “son víctimas”, entendiendo por esto que según tú, la pobreza concede el derecho a asesinar. Entonces debes recordar que todos los pandilleros, sin excepción, surgen de la pobreza.
Su mirada no es nueva, y obedece a una tradición de clasismo y exclusión. El discurso que criminaliza a la mujer pobre y su reproducción no es nuevo en el lenguaje de lo político en América Latina, y en Centroamérica con especial interés. Si, como dije antes, lo femenino ha sido encarnado como enemigo y bestial, incluso en las gloriosas naciones liberales que rompieron con el Antiguo Régimen, la mujer seguía siendo construida como enemiga: el hombre que no muriera por su nación era afeminado. La mujer indígena, además, empeoraba el asunto: reproducía el problema del indio, pues era la gestora y dadora de luz de esa raza atrasada y perniciosa, decían los positivistas. En El Salvador, en 1915, el Libro Azul reproducía el argumento de David J. Guzmán: “el tipo de la mujer india2 no es interesante y cuando son viejas es extraordinariamente feo (…) Los indios son pertinaces en su empeño de no mezclarse con el elemento blanco”3. En Bolivia, en 1919, Alcides Arguedas planteaba que la mujer india era además bestia: engendraba esa raza atrasada, que servía menos que una bestia de carga4. Estas reflexiones sobre raza y género son centenarias, pero persisten en nuestras naciones democráticas que reproducen modelos de pensamiento enquistados, aunque sus actores se empeñen en reinterpretar o renombrar: ahora el asunto es sobre clase y género. Sobre pobreza y género, sobre pobreza y criminalidad, sobre género y criminalidad.
En algunos de mis textos, he sostenido que la llamada clase media tiene una indolente relación con los estratos más bajos. Y que desde la clase alta y la media ser mujer es una condición de privilegio. Realmente no todas las mujeres y no todas las niñas pueden soñar con casarse, no en el sentido de que este sea el fin último de la vida de una mujer, como sostienen los discursos más conservadores, sino porque desde sus primeros años muchas mujeres son sometidas al acoso y el abuso sexual, a la trata y a la prostitución. Así, la muchacha que se casa virgen y vestida de blanco es una repetición de escena de telenovela y se escarcha las mentes más gélidas y egoístas que no pueden mirar con claridad el país en donde viven. Los datos mismos del MINSAL revelan lo alarmante del abuso sexual en la infancia, llevado a cabo por figuras de poder: padres, parientes, maestros, religiosos.
¿Con qué cinismo se puede decir desde una oficina con aire acondicionado que las niñas y las mujeres violadas no tienen derecho a la dignidad? ¿Cómo devolvemos la dignidad y el amor propio a las mujeres y niñas que son pedidas por las pandillas y son violadas, en una actualización del derecho de pernada? Los embarazos impuestos son más crueles cuando son juzgados desde el privilegio, ese suntuoso sofá acolchado, de tapices exquisitos e intensas texturas. Los embarazos impuestos están causando miles de muertes. ¿A quién le importan esas vidas?
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En este sentido la discusión no va por el camino fácil de decir sí o no a la vida. Se trata de algo más que de una frase de cajón que en realidad representa una encrucijada. Sucede que en nuestros países, aún en estos días, en este preciso momento, muchas mujeres mueren durante o después del parto, aunque hayan elegido la vida. Porque no todas pueden tener embarazos en condiciones óptimas para la vida, porque vivimos en países pobres, violentos y excluyentes. Países en los que, durante sus guerras recién pasadas, el cuerpo de la mujer también fue torturado y la violación constituyó una herramienta de represión. Venimos de relatos nacionales muy dañados.
IV. Lo privado es político
Estoy a favor de las reformas al Código Penal en El Salvador que despenalizan cuatro formas de interrupción del embarazo. Lo estoy porque no imponen arbitrariedad en la interrupción del embarazo, lo estoy porque responden a una crisis de salud y seguridad. Lo estoy porque estoy a favor de una vida digna. No solo para mí sino para todas las mujeres posibles. Pienso en Centroamérica y pienso en las niñas: quiero para ellas lo mismo que he tenido para mí, y más. Quiero que puedan estudiar, que puedan elegir, que puedan vivir, que puedan experimentar el goce en todos sus sentidos y que nunca nadie les haga sentir miedo a pensar, expresarse, decidir y vivir. Por eso escribo este texto y escribiré más.
Si alguien me pregunta, como ya lo han hecho, si elegiría el aborto si quedara embarazada hoy, podría responder con claridad, aunque la pregunta no deja de ser perversa ni violenta. Quisiera la maternidad como experiencia en mi vida, pero en experimentarla o no reside -y ha residido hasta hoy- mi derecho a decidir.
La pregunta es perversa y es violenta porque sostiene un Estado y una opinión pública que por su privilegio de clase han hecho prevalecer por décadas discursos de odio que ahora nos enfrentan a unas brechas sociales que se convierten en barrancos. La pregunta es perversa porque hace de lo privado un asunto público pero no lo permite como una expresión de lo político, pensando que lo político permite expresión y libertad. Porque estamos maniatadas y porque si disentimos volvemos a ser juzgadas: ya no somos las divorciadas, las lesbianas o las estériles -no pueden imaginar lo duro que es el mundo con las estériles-, ahora somos las asesinas.
El solo hecho de disentir con respecto a la concepción en El Salvador nos convierte en seres terribles, juzgadas por todos los que creen que la fe o el estatus económico pone su vida por encima de la nuestra. He recibido insultos esta semana, me han dicho “solterona” y “asesina” y viniendo de la sociedad de la que vengo no sé cuál insulto sea peor; entonces río.
Lo importante del privilegio no es que haga prevalecer el monopolio sino cómo se activa el privilegio para los demás, cómo rompemos el monopolio. ¿Qué podemos hacer entonces? Podemos hacer ese privilegio un instrumento más humano y solidario. Solo quien se regodea en el monopolio del privilegio puede tener corazón de piedra y oídos sordos ante la espeluznante experiencia de miles de mujeres en Centroamérica.
La violencia que experimentan las mujeres en Centroamérica no es una narración en el sentido de la construcción de una ficción, es una narración que es experiencia. Como dije antes: las mujeres, las jóvenes, las niñas, son asesinadas y abusadas en el espacio de su intimidad. Ellas no conocen príncipes azules, conocen agresores.
No creo únicamente que las reformas a la despenalización de la interrupción del embarazo sean el final feliz de ese torbellino de violencia, pensando en una narrativa de nación que nos haga más libres y felices. Pero creo que comenzar a debatir que el cuerpo de las mujeres es nuestro, que el goce y la elección son nuestros derechos, que no somos sujetos de segunda en las narraciones de los medios ni estamos sujetas a la voluntad de los hombres, que somos protagonistas plenas de nuestra historia puede ser el inicio de un camino que nos conduzca a naciones menos injustas y perversas.
Si dentro de lo político lo privado puede reconfigurar lo público, yo pienso que convertir al nicho amoroso en un nicho político nos puede llevar a esas reconfiguraciones. Esta mirada de lo privado que proyecta la transformación de lo público no es solo mía. Como me dijo Oswaldo J. Hernández: “En el nido, en lo íntimo, se puede trabajar para cambiar el machismo estructural desde la categoría de familia (...) En las calles no cambia porque no hay intimidad”. Nos toca darle sentido a esta lucha por lo íntimo, por lo propio.
Si el proyecto de la república nos muestra que 200 años lo han convertido en un una entelequia que cada vez tiene menos andamiajes para la sostenibilidad, ¿por qué no podemos pensar en la construcción de una vida digna desde otros conceptos, desde otra narración?
1 Para los interesados en ampliar el tema, puedo compartir mi ensayo: “La reforma conyugal: matrimonio civil y divorcio. Una discusión sobre el progreso en El Salvador 1880-1894”.
2 Aunque el uso de indio tenga una connotación racista para nosotros ahora, en el sentido histórico de este texto se mantiene el uso y el concepto de los autores citados.
3 GUZMÁN en Libro Azul, p. 47.
4 ARGUEDAS, Raza de bronce.
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