Lo trascendental, lo decisivo y brutal, fue lo que no se dijo con palabras sino con gestos, acciones y presencia: la macabra imagen que apunta a que el Ejército ha tomado partido en la lucha contra la corrupción y la impunidad. No lo ha hecho, como le ordena la Constitución, a favor de la ley y el bien común; el alto mando militar ha optado por apoyar a quienes temen la acción de la Justicia. El Ejército, una vez más, le da la espalda a la ciudadanía.
Lo hace avalando con su presencia masiva, silenciosa, obediente, la declaración del presidente Morales sobre que no acatará órdenes ilegales, en clara alusión a la sentencia de la Corte de Constitucionalidad que hace año impidió la expulsión del comisionado Iván Velásquez, y que prohibía al gobierno intentar de nuevo una acción similar. Apoyar tal acción del mandatario es violar los principios supremos del Ejército sobre su carácter apolítico, no deliberante y principal defensor de la soberanía y la Constitución. Las resoluciones de la Corte de Constitucionalidad son legales por definición, porque como máxima autoridad en la interpretación de la Carta Magna, es a esa corte (y no al presidente ni a ninguna otra institución) a la que le corresponde determinar lo que es y lo que no es constitucional, y, por extensión, legal.
Prestarse para sembrar miedo entre la ciudadanía al llenar la ciudad de vehículos con soldados armados con fusiles de asalto y granadas también es una traición del Ejército hacia el país que dicen defender, y una afrenta a la democracia. El rol de las Fuerzas Armadas en una sociedad democrática es proteger las fronteras de amenazas externas, nunca de entrometerse ni tomar partido en las disputas políticas y judiciales. Y menos aún hacer sentir su presencia de forma amenazante para los ciudadanos. Con esa actitud, con el mismo desatino que lo hizo durante el conflicto armado al señalar de “enemigos del Estado” a los indígenas pobres e indefensos, el alto mando del Ejército está definiendo como nuevos enemigos a los guatemaltecos que apoyamos la lucha contra la corrupción y la impunidad.
Los militares deben de permanecer en sus cuarteles, respetar la institucionalidad, acatar las decisiones y fallos de los tribunales y mantenerse sometidos al poder civil. No importa cuánto haya sido beneficiado el alto mando por el presidente Morales y cuán involucrados en actos de corrupción estén algunos de sus miembros; lo único ética y legalmente aceptable es que respeten la Constitución.
Los esfuerzos de Morales por deshacerse de la Cicig son comprensibles. Su incapacidad para gobernar le ha llevado a aliarse con los sectores políticos, militares y empresariales más criminales de este país, y el miedo a terminar en prisión por los hechos por los que se le investiga le han sumido en un pozo de desesperación. No se podía esperar otra cosa de un personaje con tan reducida visión política y de tantas carencias éticas e intelectuales.
Ante su ilegitimidad manifiesta, no le queda otra opción más que acudir a las medidas extremas: doblegarse ante los militares y exacerbar la confrontación social a través de discursos cirróticos de una hipocresía moralista que pretende instrumentalizar a su favor la manifestación convocada para el domingo por quienes se oponen a la interrupción de los embarazos y a las familias no tradicionales. Todo sea por que la historia no diga que no hizo la lucha para librarse de la justicia. En esa batalla fútil contra el futuro, le acompañan otros individuos de inteligencia igualmente preclara: el sórdido ministro de Gobernación, Enrique Degenhart, el sórdido de la Defensa, Luis Ralda, y la febril y también sórdida canciller, Sandra Jovel.
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Basta verlos congelados en esa imagen de otra época para imaginarlos dándole estocadas enloquecidas a un río, con la intención de derrotarlo.
Pero el mandato de la Cicig no queda anulado de inmediato, como hubieran deseado, sino que seguirá vigente hasta 2019. Lo que han hecho ha sido introducir ruido y confusión. El mismo Otto Pérez anunció lo mismo, si bien solo de palabra, poco antes de tener que retractarse y finalmente renunciar a su cargo.
La Fiscal General, Consuelo Porras, a quienes algunos habían atribuido inacción y cercanía con el denominado #PactodeCorruptos, la única iniciativa que hoy por hoy preside el presidente Morales (o quizá ni eso: hace dos días Ricardo Méndez Ruiz, cabeza de la Fundación Contra el Terrorismo, presionaba a Morales desde Twitter afirmando que si no demostraba valor lo dejarían solo y se alegrarían de que acabara en la cárcel), decíamos, la Fiscal General Porras ha emitido un comunicado en el que se se manifestaba en estado de vigilancia ante cualquier violación de la ley y los derechos humanos, y exhortaba al Gobierno y a la Organización de Naciones Unidas a alcanzar acuerdos de beneficios para la población. El Procurador de los Derechos Humanos visitó la sede de la Cicig, que durante el día había denunciado algunos actos que podrían interpretarse como agresiones de particulares y de las propias fuerzas de seguridad del Estado. Mediante un comunicado, la embajada de Estados Unidos ha dicho que esto no detendrá la lucha contra la impunidad, y que la Cicig es un elemento constitutivo de su relación con Guatemala.
Preocupante, mas no sorprendente, ha sido la posición asumida por el Cacif, al respaldar abiertamente la decisión de Morales. Apoyan la lucha contra la corrupción, dicen los empresarios, pero sin la Cicig de por medio, que ha puesto tras las rejas a un importante grupo de su sector.
Los eventos de hoy son extraordinariamente preocupantes, pero quizá menos por el ruido que generan en torno a la Cicig, que por la lúgubre imagen del lúgubre mando del Ejército amparando las palabras de un presidente que está insinuando que desacatará las órdenes de una Corte de Constitucional que no le gusten, y por lo tanto pueda incurrir en alguna modalidad de Golpe de Estado.
No es momento de perder la esperanza, sino de erguir la cabeza y salir a la calle a defender la lucha por la Justicia y lo poco que queda de nuestro país de esta banda de cuatreros que están acabando con él.