Además, su antídoto está al alcance de cualquiera: basta con cambiar de canal, apagar la radio o cerrar el periódico. Luego, para redimirnos, siempre se puede hacer un comentario enfático e indignado mientras se toma café con galletitas o cerveza fría en un local de moda del centro de la ciudad.
Porque ya no vivimos en la era de los héroes solidarios, si es que alguna vez tuvo lugar tal tiempo, sino en la de los héroes solitarios, irremisiblemente abandonados a su suerte, que también es la nuestra.
En consecuencia, nos encontramos presos en este maléfico campo gravitatorio autoimpuesto, que no es otro que aquel en el que se produce la galopante falta de multitudes solidarias y la rotunda existencia de los olvidados, los “nadies” de los que habla con tanta fiereza el escritor uruguayo Eduardo Galeano.
Ya se sabe... Veinte personas mueren por una explosión en un mercado de Kabul o en un barrio perdido de Siria y el suceso apenas ocupa unos segundos en un noticiero o una superficial crónica escrita casi de memoria por un corresponsal casi siempre sensacionalista.
Aunque no es necesario ponernos tan cruentos. Ciento cincuenta mil personas pueden ir a la calle en un solo mes. En España, al menos, así ha llegado a ocurrir. O puede reducirse drásticamente la inversión en la investigación científica de una nación, y al mismo tiempo ponerse en peligro el gasto en sanidad y educación relegando a la población a la intemperie del liberalismo neoconservador bajo la amenaza del rescate y la quiebra. En España, al menos, así está empezando a ocurrir.
Sin embargo, superada la barrera gris que nos separa de la multitud, a ojo de empañado microscopio, están las personas, que tienen rostro, y nombre, y piel, y viven tragedias que a veces tienen lugar justo delante de nosotros.
Por ejemplo, un jubilado griego de 77 años que se suicidó el pasado miércoles 4 de abril frente al edificio del Parlamento, en la plaza Sintagma de Atenas. El hombre se disparó en la cabeza después de gritar: "¡Tengo deudas, no puedo soportarlo más!", "No quiero dejar mis deudas a mis hijos".
En una nota de suicidio hallada en un bolsillo de su abrigo, el fallecido, un farmacéutico ya retirado, culpa a los políticos y a los problemas económicos de su decisión de quitarse la vida: "El gobierno ha eliminado cualquier esperanza de que yo sobreviva y no puedo obtener justicia, no encuentro otra forma de lucha más que un final digno para no tener que empezar a rebuscar en la basura para conseguir comida".
A mí, eso de que el gobierno ha eliminado toda esperanza me recuerda al derecho a ser felices que promulga la constitución de Estados Unidos y que todos los países debieran tomar como gran aspiración. Así que imagino que, en justa lógica, debemos colegir que el gobierno griego ha fracasado, estrepitosamente. Y muy probablemente el resto también.
El caso es que, como el muerto tenía rostro, nombre y piel, solo unas horas después del suceso, la gente ha colocado velas, flores y mensajes manuscritos contra la crisis en la plaza. Menos mal, pienso yo.
Una nota sujetada en un árbol decía "Basta ya", y en otra se leía la pregunta "¿Quién será la próxima víctima?" De modo que se da por descontado que la habrá, mortal, quiero decir, porque de las otras ya se sabe...
Incluso, hay ciudadanos griegos que, como si un juicio público se hubiese celebrado, le dan una vuelta de tuerca al asunto y acusan al gobierno tecnócrata comandado por Papadimos de ser el causante e instigador del hecho, convirtiendo el suicidio en un asesinato.
Puede que esto sea ir demasiado lejos. O puede que este razonamiento tenga algo de cierto. En cualquier caso, sin querer teorizar sobre el suicidio ni revestirlo de demasiado atrezo filosófico o moral, el hecho, crudo y despojado de palabras, me hace recordar “el horror” del que Curtz hablaba en el Corazón de las tinieblas.
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