Como sugiere el filósofo de las esferas, Peter Sloterdijk, los seres humanos son creadores-creaturas de espacios de acogida y cuidado. Se trata de espacios de mecenazgo existencial que fungen como invernaderos ontológicos. El primordial y modélico: el útero materno. Este, según Sloterdijk, es la barca originaria que moldea el modo de ser humano («ser-en-otro» y «con-otro») y nos resguarda en situaciones diluvianas. Los invernaderos futuros (la familia, la comunidad, la ciudad, el Estado, etcétera) son réplicas de este espacio de mecenazgo primigenio.
El artista maya-kaqchikel Fernando Poyón evoca este misterio ontológico en El peso del día. En la obra resuenan motivos del platónico mito de la caverna, aunque narrado a la inversa. Una ciudad diminuta descansa placenteramente en el interior de un recipiente espeleoforme. Este recinto de acogida tiene el perfil de las cajas móviles utilizadas por lustradores urbanos. El blanco de los edificios de la diminuta ciudad contrasta con la negritud del espacio de resguardo. La oscura cueva-contenedor hace las veces del horizonte de posibilidad de la manifestación de la ciudad iluminada. Esta oscuridad del contexto de acogida vuelve visibles los rascacielos de la micrometrópolis. Parece ser la cueva el invernadero que engendra la ciudad, la anima, propicia un contexto de resonancias y garantiza la inmunidad protectora. En esta versión poyónica del mito de la caverna, el topus uranus extraterritorial cede su preeminencia al uterotopos primigenio. La verdad yace en la caverna. La iluminación no parece depender completamente del exterior, sino de una autógena fuerza engendradora del claro (Lichtung) en el que la ciudad albina se hace presente desde adentro. La caja oscura es el encuadre (Ge-stell) que des-oculta la ciudad alba. Esta ciudad, como cualquier otra, es ciertamente un macrolugar de habitación de moradores hipotéticos, pero también ella —y esta es la huella del misterio ontológico en la obra— habita un originario espacio de referencia: una esfera primordial que parece antecederle y sostenerle discretamente. La escena deja entrever también una latente amenaza. Si bien la ventana de acceso y salida de la caja cueviforme permite mostrar y oxigenar el contenido semioculto, abriga además la posibilidad de la catástrofe por asfixia de la ciudad liliputiense. El peso del día hace retornar a la memoria el olvidado evento del comienzo uterotópico de los mundos: un evento de cuyo éxito no se tiene nunca garantía.
[frasepzp1]
Según Sloterdijk, la larga e inmemorial historia de la producción y reproducción de seres humanos está marcada en menor medida por la selección y adaptación de individuos al ambiente («el darwinismo vulgar») que por el generoso cuidado de los débiles (retoños intrauterinos, niños, enfermos, intelectuales, artistas, inmigrantes, ancianos, etcétera): una existencial aesthesis del cuidado. Es el constitutivo mimo generoso de nuestra especie lo que sigue haciendo posible mantener cierta distancia (óntica y ontológica) de las determinantes naturales. Las sociedades afortunadas son aquellas en las que la cotidianidad no se mueve al ritmo de las leyes de la naturaleza (o las del mercado, tampoco las de Dios), sino por el cuido de los menos adaptables (a través de un sistema de salud público eficiente, seguro de desempleo, escuelas y universidades gratuitas, ayudas financieras, etcétera) y apuntaladas por la técnica transnatural (o radicalmente humana) del pago de impuestos de los materialmente afortunados (por esfuerzo, casualidad o alguna injusticia).
En el uterotopos guatemalensis, los obscenos diputados del Congreso y sus padrinos saqueadores de cuevas son ejemplos de las asfixiantes excepciones a nuestras constitutivas posibilidades de sobrevivencia como especie —y no la norma, menos la medida de lo humano—. Es el mecenazgo de nuestros espacios de aclimatación y entonación anímica (nuestros uteriformes hogares —empobrecidos por esas antítesis del mecenazgo existencial—, los círculos eclesiales, los amigos, la comunidad —real o virtual—, Rayuela, etcétera) lo que alimenta las esperanzas de un por-venir «humano, demasiado humano» que sobrevenga a este estado de excepción inmunológico.
Como sugiere Sloterdijk, es esta constitutiva generosidad del cuidado —y no las leyes de la naturaleza, del mercado o las de algún dios— el sino de nuestra especie y lo que aún puede salvarnos del peso existencial de nuestros días.
Más de este autor