En enero abrimos la escuela a distancia (q’a tozleb’al), mediante la cual ofrecemos dispositivos, material educativo, internet y acompañamiento para que las niñas y los niños puedan estudiar y no sean enviados a trabajar cortando café o torteando de 5 a. m. a 5 p. m. por Q10 al día.
Cuando hicimos la propuesta de fundar la escuela (que funciona por alianza comunitario-público-privada), decidimos que, para trabajar sin riesgos durante la pandemia, todos debíamos comprometernos a no asistir a reuniones y a no realizarlas.
Por la pandemia implementamos un programa de atención al adulto mayor en situación de abandono en el cual participa don Alfredo, una persona ciega amable y servicial. Vive con su madre y su hermana en un caserío a una hora de camino a pie. Cuando le toca venir al pueblo, es guiado por William, su sobrino de siete años con el tamaño de un niño de cinco.
William ingresó becado a nuestra escuela. Siempre sentí mucha pena porque su mamá venía a dejarlo y a traerlo, para lo cual diligentemente invertía cuatro horas diarias (dos de ida y dos de vuelta) con la ilusión de que su pequeño tuviera acceso a educación de calidad. Desde que compramos la moto del proyecto, José Antonio, un joven voluntario estudiante de Ingeniería, nos hace favor de llevarlo y traerlo.
La semana pasada llegó a mi casa la abuelita de William, una anciana delgada y de cabello blanco, quien caminó bajo la lluvia para buscarme. Me invitó a ir a un merecido almuerzo que con mucho cariño, por su cumpleaños, le preparaban al dulce lazarillo. Ese mismo día me había tocado la segunda dosis de la vacuna y no estaba sintiéndome muy bien, pero no pude sino ceder mi corazón ante el gesto tan noble de querer que compartiera con ellos. También invitaron a la seño Sandri, a la docente y a José.
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Llevamos de regalo un juego de bolos (una donación enviada por el departamento de policía de Glendale, California). También le compramos un pastel, y Sandri le compró una bolsa de angelitos en forma de corazón y un paquete de galletas, los cuales empacó con mucho cariño. Cuando nos disponíamos a salir, Sandrita me dijo que debía pasar a comprar una moña.
—No se preocupe por eso —le dije, creyendo que con cinco hijos y cuatro nietos ya me las sabía todas—. A los niños lo que les importa es el contenido. Ni se fijan en la moña.
Nos fuimos. Cuando llegamos, nos encontramos a José Antonio en la entrada y él nos dio una moña extra que traía. Allí, a la orilla de la carretera y sobre el sillón de la moto, terminamos de engalanar el paquete de golosinas.
Nos esperaban con un delicioso y abundante caldo de gallina, arroz, tortillas camaguas (de maíz tierno) recién salidas del comal, tamalitos y café de olla con canela. Nos dieron hasta para llevar. Antes del almuerzo, José les enseñó a los niños a jugar boliche. Costó hacer que los bolos permanecieran de pie por lo disparejo del suelo, pero nos divertimos mucho. A la hora del almuerzo, el cumpleañero se detuvo y en un espontáneo gesto comenzó a declamar una a una todas las rimas que ha aprendido en la escuela.
—¡Arroz rima con adiós! —exclamaba emocionado ante las atónitas y orgullosas miradas de su madre, su abuela y sus primos menores—. ¡Aguacate rima con tomate!
Llegó el momento de abrir los regalos, y de pronto se le cayó el moño al dichoso paquete. Entonces William se lamentó haciendo un puchero: «¡Lástima! Ahora no voy a poder enseñarles a mis tías lo chulo que arreglaron mi regalo».
Me desgarra el corazón notar acciones como esa inocente gratitud hacia algo que uno da por sentado, lo que me hace caer en la cuenta de que, para cientos o miles de niños y niñas en comunidades rurales, una moña de un quetzal es un privilegio al que jamás han tenido acceso. Mientras tanto, los políticos corruptos viajan en alfombra mágica.
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