En contraste con la magnitud y la evidencia de la responsabilidad (si no penal, al menos moral y política) y la gravedad de los hechos que se han puesto sobre la mesa en el juicio, la justicia islandesa solo ha encontrado culpable al exjefe de Gobierno de violar su obligación de convocar reuniones con los ministros para analizar la excepcional situación a la que se enfrentaba el país en esos momentos.
Sin embargo, no se ha hallado culpabilidad del exmandatario en los cargos más graves, que aludían a su responsabilidad directa por no impedir o reducir los efectos de la crisis financiera o no haber obligado a los bancos islandeses, cuyo volumen de negocio llegó a ser diez veces superior al PIB del país, a disminuir su tamaño.
A lo largo del juicio, el dirigente islandés se ha mostrado cerril reafirmándose en su inexplicable ceguera ante la crisis: "Ninguno de nosotros estimaba que había algo mal con el sistema bancario”. En su opinión, tampoco había ningún signo claro de que fuera a producirse un crack inminente del sector financiero islandés.
Es importante explicar que, una vez consumado el hundimiento general que Haarde no pudo detectar, tras un proceso traumático en el sector bancario, el Estado se vio obligado a nacionalizar los tres principales institutos crediticios colocando al país, que tuvo que recibir ayuda del FMI, al borde de la bancarrota.
La condena por esta negligencia menor no se traducirá en ninguna sanción, aunque, en el peor de los casos, Haarde se arriesgaba a una pena máxima de dos años. El político tampoco tendrá que pagar las costas del juicio, 24 millones de coronas islandesas (unos 143.000 euros), que, en un final irónico de los acontecimientos, recaerán en las arcas del Estado.
Este es el único proceso abierto en el mundo contra un gobernante por su presunta implicación en la propagación de la crisis económica. Para dar una idea de la excepcionalidad del acontecimiento, el tribunal encargado de juzgar a Geir Haarde ha sido el Landsdómur, una corte especial para procesos que afectan a miembros del Gobierno creada en 1905 en Islandia, que nunca antes había actuado.
El singular modelo islandés de actuación ante la crisis, dentro del que además de fiscalizar penalmente la gestión de banqueros y políticos, se permitió que los bancos quebrasen antes de nacionalizarlos, se ha esgrimido por muchos como una vía exitosa alternativa a la preconizada hasta ahora por el eje París-Berlín, y ha arraigado en todo el mundo como un ejemplo envidiable de gestión justa del riesgo ante la quiebra y sus consecuencias.
Pero dejando a un lado la muy loable y perfectamente imitable vía judicial, está el tamaño de la economía islandesa, que es mucho menor en comparación con la gran mayoría de las del resto de los estados europeos. Por tanto, medidas económicas como la quiebra voluntaria no pueden ser extrapolables más allá de sus fronteras.
De hecho, hay economistas dentro del país que afirman que Islandia no puede ser un modelo de nada, porque el tan alabado colapso voluntario de los bancos no fue una elección. Según esta línea de pensamiento, no había alternativa sino que, simplemente, no había dinero para el rescate. Eso por no hablar de las innumerables medidas ultraliberales tomadas posteriormente.
Y, ciertamente, era casi imposible que este juicio hubiese llevado a Haarde a la cárcel. Pero alienta saber que la sociedad islandesa se rebeló y se sigue rebelando contra la impunidad del poder utilizando las armas de la democracia. Luego no digamos que no tuvimos referentes y que la dogmática es la única vía posible.
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