En este punto, parece evidente que un número muy importante de gobiernos ni sabe cómo mantener el tipo bajo la tormenta ni cómo salir de ella. De otra forma no se explica que se haya perdido tanto tiempo en disquisiciones y tiras y aflojas, que los mercados sigan acumulando tanto poder sobre los estados, que el euro aún tenga un futuro tan incierto o que aún no se haya solventado con bien el abismo financiero de Grecia o la viabilidad de la unión.
Porque al menos desde mi punto de vista, estamos sometidos a circunstancias tan excepcionales que requieren de medidas nunca tomadas hasta ahora. Por lo que no podemos permitirnos el lujo de dar por válida la excusa de que todas estas cuestiones se solucionan necesariamente a través de procesos lentos y laboriosos, aunque esto sea cierto en parte.
En primer lugar, porque vamos con un gran retraso y habría que haber llevado a cabo preventivamente toda una serie de modificaciones a nivel estructural para evitar una crisis de estas características hace mucho tiempo. En segundo, porque se ha demostrado en numerosas ocasiones, y esta debe ser una de ellas, que cuando hay un interés y una necesidad apremiante de los estados una agilidad inusitada hace que dichas modificaciones se produzcan en cuestión de días.
Lo lamentable es que en esas ocasiones los cambios casi siempre se producen sin mediación del sufragio de la población para validarlos. Así ocurrió, por ejemplo, cuando hace escasos meses y en menos de una semana se introdujo en la constitución española el límite del déficit por mandato directo de Alemania.
Josep Borrell, presidente del Parlamento Europeo entre 2004 y 2007 y representante del Parlamento Español en la Convención Europea encargada de elaborar el borrador de la Constitución de la Unión, cuenta en una reciente entrevista una anécdota al respecto de la imposibilidad que en muchas ocasiones tienen los mandatarios de anticiparse a la realidad.
Según Borrell, en plenas negociaciones para diseñar la constitución planteó de qué forma se podían incluir artículos que protegiesen a los estados miembros y a sus ciudadanos de una eventual crisis. Ante una pregunta tan razonable, Borrell cuenta que la única y simplista respuesta que recibió de sus colegas fue que incluir en el texto medidas con ese fin solo serviría para facilitar que tal crisis se produjese, y que no serían ellos quienes hiciesen tal cosa.
Este tipo de hechos, más propios de una película paródica que de la interpretación razonable de la realidad, no hacen sino acrecentar la indignación de los europeos, que observan con perplejidad que sus representantes no cuentan, por lo que parece, con la necesaria perspectiva ni con la imprescindible amplitud de miras ni el sentido de estado y la inteligencia que se les presupone a quienes dirigen los designios de cientos de millones de personas.
Hoy en día, y aunque parezca increíble, en muchas ocasiones los gobernantes europeos siguen actuando a remolque de los acontecimientos a pesar de que hace ya varios años que estamos inmersos en la crisis. O por el contrario, saben perfectamente lo que se supone que debe hacerse. Pero son incapaces de ponerse de acuerdo entre sí mientras el tiempo pasa y nos sumimos cada vez más profundamente en la recesión y la incertidumbre.
De modo que la indecisión o la frivolidad, cuando no la hipocresía o la mentira, sigue empañando los discursos de nuestros dirigentes y, en consecuencia, también sus actos. Por ejemplo, cuando todo comenzó en 2008 con el desmoronamiento del banco estadounidense Lehmann Brothers y a duras penas se vislumbraban las verdaderas dimensiones del naufragio, fue tal la sensación de inestabilidad y zozobra, tal la borrachera de incertidumbre y catarsis, tales los palos de ciego, que ante nuestro asombro, algún líder europeo de cuyo nombre no me quiero acordar llegó a pronunciar encendidos discursos en los que apelaba, ni más ni menos, a la reinvención del capitalismo.
Años después, todos podemos constatar mirando a través de la ventana que, tal y como entonces dedujimos, aquellas soflamas populistas supuraban cinismo por los cuatro costados y que el capitalismo no se ha refundado en absoluto sino que incluso, aprovechando las circunstancias se ha despojado de su máscara, ha afilado notablemente sus modales ya de por si discutibles, y ha reforzado sus cimientos.
En consecuencia, mientras las clases medias y bajas perdemos por goleada una vez más, la espada de Damocles aún parece pender sobre todos nosotros mientras las élites, que se solazan en su particular burbuja sin temor a ostentar, se debaten entre la ineptitud y la indiferencia.
Afortunadamente, existen acreditadas líneas de pensamiento, la de Paul Krugman por ejemplo, que haciendo justicia, no consienten que se propague la idea de que toda la responsabilidad recaiga sobre los hombros de las gentes de la calle. Porque a nadie con dos dedos de frente se le escapa que por encima de todo eso, o quizá transversalmente, siendo al mismo tiempo causa y efecto, está el macabro orden de las cosas impuesto por la dictadura del capital con sus primas de riesgo, su deuda externa, sus paraísos fiscales, sus bonos, sus bancos sucios, sus agencias de calificación, sus mercados primarios y secundarios, sus países intocables o subdesarrollados o en vías de desarrollo o emergentes, sus rescates, su sufragación de campañas electorales, sus corrientes de pánico o euforia y sus alargadas sombras.
En cualquier caso, aunque no sea a partes iguales, si la crisis tiene culpables, y es evidente que los tiene, es el momento de que cada uno asuma con madurez y humildad sus responsabilidades si es que queremos salir de ella: el capital las suyas (aunque esto parece imposible), la clase política las suyas (aunque esto parece muy improbable), la ciudadanía las suyas...
Y mientras tanto, frente a este panorama de capitalismo desenmascarado tan proclive a la derechización de los países, solo queda confiar casi ciegamente en que queden muchos años en los que la definición de Europa que la canciller alemana Merkel ha dado esta semana en una entrevista siga teniendo vigencia, y el suelo que piso siga siendo "un territorio para defender la dignidad humana, la libertad de opinión, la libertad de prensa, el derecho de manifestación, la protección del clima, en fin, un continente para ayudar a conformar el mundo".
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