Quién más, quién menos salió a la calle a celebrar el nuevo año con un puñado de euros recién acuñados en el bolsillo. Y, sorprendentemente, todo no fue para bien.
Ese día, y durante algunos meses, aún pudimos pagar con la antigua divisa. Pero, de golpe y porrazo y sin aviso previo, la taza de café que hasta hace unas pocas horas costaba 105 pesetas pasó a costar 1,30 euros, más de 200. Y la entrada del cine, por la que el año anterior pagábamos en torno a 700 pesetas pasó a los cinco o seis euros, cerca de mil.
El país seguía siendo exactamente el mismo a casi todos los niveles. Pero, desde luego, los sueldos no se ajustaron ni se ajustan ni remotamente al nuevo orden de las cosas impuesto por el euro. Y a la imparable subida de los precios de los pisos se unió un ascenso desmedido del coste de vida y un subsiguiente descenso del poder adquisitivo de la población en las ciudades.
De hecho, ha sido tal la locura con la que nos hemos manejado desde entonces, que recientemente quién más, quién menos, ha llegado a pagar dos euros por un café, o diez por una entrada de cine, para la sesión en 3D de la última de James Cameron, eso sí.
Con este prohibitivo contexto de fondo, y ejemplos aparte, se habla mucho últimamente de la posible introducción de los famosos "minijobs" alemanes en el mercado laboral español, como si tal hecho constituyese algo rompedor, intolerable y crítico para este país. Y ciertamente semejante medida no mejoraría la situación. Pero no hay motivo para rasgarse las vestiduras.
Los "minijobs" no son otra cosa que trabajos de media jornada, de baja cualificación y mínimo sueldo. Es decir, una remuneración de en torno a los 400 euros a los que se suman, con un poco de suerte, las propinas de las que pueda hacer acopio el trabajador.
Lo paradójico es que en España no se les llama de ninguna manera en particular. Pero existen del mismo modo rotundo y destructivo que en Alemania aunque con un protagonismo y un espectro mucho mayor todavía. Y mis coetáneos casi no hemos conocido otro tipo de empleos.
Cuando los de mi generación abandonamos las facultades decepcionados y con un título en el bolsillo, nuestra mayor aspiración era, a pesar de que el país nadaba en la abundancia proveniente de la especulación inmobiliaria, la de ser mileuristas, y llegar a ganar esa cifra cada mes de una forma estable.
Poco tiempo después, las circunstancias se han vuelto tan adversas que el que es mileurista se puede dar con un canto en los dientes. Porque muchos de nosotros trabajamos, si trabajamos, por una cifra que oscila entre los 500 y los 900 euros a jornada completa, una cantidad que, unida a la precaria duración de los contratos y el mencionado coste de vida, se convierte en algo totalmente insuficiente si se quiere buscar una autonomía económica razonable.
Estas humildes expectativas contrastan grotescamente con el blindaje económico que se procura la clase política; con los inmensos dividendos de las grandes corporaciones españolas; y con los sueldos, las jubilaciones, las indemnizaciones por despido y las bonificaciones por beneficios de decenas de millones de euros que algunos de los directivos de bancos y cajas han cobrado sin mostrar rubor alguno, mientras el gobierno subsidiaba sus endebles balances sustentados en los activos inmobiliarios tóxicos que ellos mismos alimentaron.
Se ha repetido hasta la saciedad como si de un tópico se tratase. Pero por ello no deja de ser cierto que somos la generación más (y puede que la mejor) formada de la historia de nuestro país.
Y sin embargo, la enorme inversión hecha por el Estado en todo ese conocimiento y en el talento que podamos tener, se diluye en empleos basura, desempleo de larga duración y emigración.
Sin duda un día no muy lejano, España se arrepentirá de este error histórico. Y tratará, espero que no sea inútilmente, de recuperar el tiempo perdido.
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