Ciertamente no es la única forma de conectar, de dejar rastro, de inmortalizar, de heredar, de dar pistas a los que vienen detrás de nosotros. Porque escribir es un arte, un don, una rareza si se quiere. Lo mismo es pintar, esculpir, componer e interpretar música, cocinar, tejer, hablar.
De esas otras formas también logramos comunicarnos más allá de los 70 u 80 años que pasamos por esta vida con esta piel y con este bagaje emocional. Y mandamos mensajes a generaciones que vienen detrás...
Ciertamente no es la única forma de conectar, de dejar rastro, de inmortalizar, de heredar, de dar pistas a los que vienen detrás de nosotros. Porque escribir es un arte, un don, una rareza si se quiere. Lo mismo es pintar, esculpir, componer e interpretar música, cocinar, tejer, hablar.
De esas otras formas también logramos comunicarnos más allá de los 70 u 80 años que pasamos por esta vida con esta piel y con este bagaje emocional. Y mandamos mensajes a generaciones que vienen detrás y que quieren acortar tiempos de búsqueda. Como el milhojas, como la cebolla, como el fondo del mar. Sedimentos finos que nos permiten ver capas y evolución con el paso del tiempo.
Por eso nos maravillamos tanto cuando casual o deliberadamente nos topamos con uno de estos seres humanos especiales que buscan, inconscientemente, la manera de inmortalizarse. Así sea por los tres minutos que dura la interpretación de una sonata, por el tiempo que se mantenga en pie su escultura o mientras haya una edición de un libro que han escrito en manos de alguno de nosotros.
Me volvió a pasar con Carlo Levi y su Cristo se detuvo en Éboli, una obra de arte con muchas aristas, con muchas lecturas. Comencé leyéndola por la mera curiosidad de verificar eso que me habían dicho los habitantes actuales de Matera sobre su pasado. Y poco a poco comenzó a detonar cargas profundas, a tocar teclas, a iluminar rincones que me permitieron ver esa síntesis única que somos todos y cada ser humano: artistas, víctimas, magos, protagonistas, fuente, fin, locura y subjetividad.
La posibilidad de estar ante un paisaje casi muerto, rescatar la vida y volver a ponerla en el centro del relato. Porque solamente así es como adquieren sentido el sacrificio, el dolor, la derrota, manifiestas en la pobreza, la mezquindad, la intransigencia, la enfermedad y la soledad con que debemos cohabitar. La maravilla humana de poder sintetizar en un solo ser tantas dimensiones. Por ejemplo, a Levi, el hombre, el exiliado político, el médico de campesinos, el pintor de paisajes, el escritor de novelas, el extranjero en Matera, el italiano ante el mundo.
Allí me di cuenta de que, sí, es cierto que puede ser muy hermoso contemplar por varios minutos un Caravaggio, pero lo es más aún cuando un pintor toma papel y lápiz y comienza a pintar escribiendo, describiendo. Cambiando paleta y lienzo por oraciones y párrafos que van dibujando e inmortalizando una época y nos van recordando que todavía hay tantas preguntas sin responder. Porque seguimos en la búsqueda, en el ensayo y error, en el movimiento pendular de las respuestas que damos a todo aquello que viene y regresa cada poco a mordernos el talón y a recordarnos que somos imperfectos, que podemos ser muy injustos y que muchas veces somos inmisericordemente insensibles ante el dolor ajeno.
Porque hay cosas que no cambian y quién sabe si lo hagan algún día (sin que ello sea un canto a la claudicación, pues la sola incertidumbre abre la posibilidad a algo distinto, quizá mejor, más humano y solidario). Y por ese ínfimo y efímero espacio en la historia es que vale la pena seguir intentándolo, seguir escribiendo, para dejar rastro. Tan solo por eso.
Más de este autor