Como bien dice Édgar Gutiérrez: «Llama la atención [que] a) enviaron una reducida tropa no bien apertrechada y sin orientación de inteligencia a una zona de alto riesgo; b) cualquier informe de inteligencia destacaría que los narcos pagan a líderes locales y [que] estos son capaces de poner como escudo humano de los criminales a mujeres y niños, que es lo que ocurrió en El Estor; c) el Ejército ha cumplido una misión marcada en los acuerdos de paz al evitar choques con la población civil (en eventos críticos en San Marcos, Huehuetenango e Izabal, las tropas han depositado sus armas en las manos de los delegados del PDH e incluso se dejan desarmar o abandonan el terreno con tal de no tocar a los civiles descontentos); d) todo apunta a que los mandos tácticos (¿y estratégicos?) de la operación en El Estor enviaron a los soldados como corderos al sacrificio, y es que e) un buen informe de inteligencia también diría que no tenía sentido localizar una pista en El Estor cuando los narcos estaban aterrizando en la costa sur. O sea, la misión fue inútil y suicida».
Lo llamativo es que se militariza con estado de sitio una amplia región, bastante alejada, incluso, del lugar donde se dio el incidente y que casualmente presenta la mayor conflictividad social del país. Área «ingobernable», según el Cacif, centrada en torno al lago de Izabal y el valle del río Polochic. Allí —esto es lo curioso— se concentra una pujante inversión empresarial (nacional y extranjera) relacionada con la minería, las centrales hidroeléctricas y el cultivo de grandes extensiones de palma aceitera resistido fuertemente por las comunidades locales.
El Estado guatemalteco, en vez de defender a las poblaciones damnificadas por las empresas que aprovechan recursos naturales produciendo catástrofes medioambientales para la gente (falta de agua y de tierras cultivables, contaminación del lago), defiende a los inversionistas criminalizando la protesta social y reprimiendo a los líderes comunitarios. Para muestra, tres casos:
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Bernardo Caal. En Alta Verapaz, 12,000 familias de la etnia q’eqchi’ afectadas por el desvío del río Cahabón, que las deja sin agua, protestaron por esta ilegal medida de una empresa hidroeléctrica que se apropió del recurso hídrico para la construcción de dos plantas: Oxec I y II. El dirigente de la protesta, el maestro Bernardo Caal, fue sentenciado por robo agravado y retención ilegal a seis años y medio de prisión. La empresa, propiedad del millonario español Florentino Pérez y del grupo nacional Multi Inversiones, sigue trabajando impunemente.
Abelino Chub. Este líder q’eqchi’ del departamento de Izabal dirigió las protestas de las poblaciones afectadas por el monocultivo de palma aceitera, que condena a la gente a no tener tierras para sus cultivos de alimentación (maíz y frijol). Terratenientes con poder económico y mucha influencia política desplazan a las familias lugareñas para sembrar su cultivo, destinado a la exportación. Abelino fue encarcelado por liderar esas protestas. Pasó en la cárcel dos años, pero fue liberado, pues ningún delito se le pudo imputar.
Eduardo Bin. En el departamento de Izabal opera la Compañía Guatemalteca de Níquel, de capitales rusos, suizos y de otros inversionistas europeos. Obtiene ese mineral en grandes cantidades, el cual se procesa en el país para su posterior exportación. Producto de ese procesamiento, en el cual se utiliza arsénico, el lago de Izabal comenzó a contaminarse peligrosamente. Eso afecta las aguas y sus peces. Eduardo Bin, vicepresidente de la Gremial de Pescadores Artesanales de El Estor, Izabal, encabezó las protestas. Como consecuencia, fue ligado a proceso el 5 de julio de 2018 y hasta la fecha permanece detenido. Las protestas de la población continúan.
Nadie puede creerse realmente que con el estado de sitio exista una cruzada contra la narcoactividad. Pero sí es muy evidente que se persigue la organización comunitaria que defiende sus derechos.
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