No estamos aún en el imperio pleno de la equidad y del respeto colectivo, pero la ideología criolla, esa que por siglos se ha impuesto en la cultura guatemalteca, comienza a ser cuestionada de raíz. No solo con más vehemencia, sino, sobre todo, con seriedad, claridad y firmeza en una alianza mestiza cada vez más amplia.
El indio, esa figura colonial creada para justificar la imposición de creencias y prácticas sociales de dominación y vasallaje, ha logrado sobrevivir a los cambios políticos y económicos que el país, la región y el mundo han experimentado en los últimos 300 años. La conquista fue sangrienta, repleta de engaños y traiciones. Los conquistadores solo querían oro, y sus sucesores (no necesariamente descendientes), mano de obra servil y semiesclava que les produjera rentas. Los rebeldes e indómitos líderes fueron sacrificados, vapuleados y mostrados como trofeos de conquista, como sucedió con el indómito Kanek, señor de los itzaes, en 1699.
El indio es el indígena vencido y humillado que durante estos siglos ha servido de sostén y escalera para enriquecimiento y beneficio de las élites, que, acostumbradas a mandar y no hacer, han desarrollado prácticas económicas de despojo, explotación y ultraje. Arrasada su rebeldía, se los sumió en la humillación y el desprecio. Convertidos en siervos, se les negó la igualdad y se convenció a su descendencia, con palabras dulces y zalameras, de que ese era su destino.
Mediante la imposición de creencias y visiones de mundo, mañosamente imbricadas con las indígenas, el coraje, la decisión y el espíritu independiente han sido transformados en silencio, tristeza y desconfianza. La violencia y la ambición hispanas vinieron a imponer la ilusión de una próspera eternidad a cambio de la humillación terrena. Uso de vestuarios de la época, agrupación en pueblos, formas de gestión elitizadas y trabajo forzado se transformaron, con el paso del tiempo, en prácticas cotidianas cuya posibilidad de cuestionar fue negada por la ideología impuesta. Cristianizados, su crucifixión se hace necesaria para redimir al poderoso.
Pero los tiempos finalmente están cambiando. La aún escasa pero masiva escolarización, aunada a las propias necesidades del capital, han hecho que mujeres y hombres indígenas prefieran laborar en pequeñas empresas, talleres o maquilas, o incluso huir a Estados Unidos, antes que esclavizarse en el servicio doméstico o en la servidumbre agrícola. Inconscientemente y por necesidad asumen la identidad de obrero, de trabajador, y descubren así que lo indio es un lastre impuesto como cadena invisible para mantenerlos atados al patrón y a la miseria.
Las relaciones capitalistas son mucho más liberadoras que las esclavistas y serviles, pues los capitalistas tampoco necesitan ya indios para cargar y explotar temporalmente en el agro, sino trabajadores que, indígenas asumidos, si bien negociarán sus salarios y condiciones de vida y reivindicarán, si les place, el derecho a creer y vestirse como sus ancestros colonizados, tengan habilidades y destrezas necesarias para esta fase del desarrollo industrial. Ciertamente son otras formas de explotación, pero con posibilidades de liberación que, dependiendo de cómo lo hagamos, no necesariamente deberán ser violentas.
El proceso es aún lento, como lento y casi imperceptible es el proceso de democratización de la sociedad guatemalteca, pero, por lo que se ve, parece ser irreversible. La intolerancia al racismo comienza a hacernos conscientes de esa explotación y de ese pasado, de modo que nos permite vislumbrar un país de todos y para todos.
En las últimas fechas, el bullicio y la presión sobre las formas veladas, sutiles y edulcoradas de racismo son muestra clara de ese desaparecer del indio y del surgimiento de los indígenas, quienes, envueltos ahora en la categoría de mayas, se descubren como actores de su propio destino. Aún tendrán que librarse intensas batallas ideológicas y conceptuales para descolonizar prácticas y creencias que podrían llegar a ser dolorosas y traumáticas, como asumir que la salvación eterna no es más que un engaño para imponer la pasividad y la obediencia. Sin embargo, ya no serán tan cruciales como el hecho de que los distintos grupos mestizos acepten que los indígenas son parte indisoluble, y en igualdad de condiciones, de nuestro ser como nación y sociedad.
Quedan, evidentemente, actores oportunistas que medran a costa de estos conflictos y luchas, que se proclaman defensores cuando en realidad son bombarderos de humos que empañan y desvían las demandas y disputas de sus principales objetivos. Los funcionarios de la Comisión Presidencial contra la Discriminación y el Racismo (Codisra) son ejemplo claro, pues, diciéndose combatientes del racismo, no han escrito una letra, mucho menos una demanda, contra la difusión por los canales de televisión abierta de las más que racistas minicomedias del actual presidente de la república. Ni un solo gesto de disculpa al respecto hemos tenido del flamante presidente, jefe superior de los de la Codisra, posiblemente porque, como le sucede con la corrupción, el racismo es para él una cuestión normal y vigente.
Mestizos e indígenas (también estos últimos con fuertes dosis de mestizaje) tenemos la responsabilidad de construir un país diferente, donde el indio no sea más que un mal recuerdo, una etapa larga y dolorosa de nuestra historia, donde el racismo ¡ni de chiste! sea una forma de relacionarnos.
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