A estas creencias, sin embargo, no se las puede denominar racismo en un sentido estricto. Fue hasta hace unos pocos siglos cuando aparecieron los elementos que le irían dando esa forma. Es decir, se empezó a estructurar con la pretensión de constituirlo en una ideología y en una manera de ver el mundo.
En su trabajo Las mentiras del racismo: el peligroso mito de la raza y la falaz ideología del determinismo biológico, en el apartado 1.1., «El racismo: una ideología de la modernidad», José Alfredo Elía Marcos explica lo siguiente: «El racismo es un conjunto de doctrinas que surgen en un momento específico de la historia: la Modernidad, más en concreto durante la Ilustración. Se irá desarrollando durante el siglo XIX incorporando datos de las ciencias positivas hasta alcanzar su apogeo con la aplicación de las políticas genocidas del nacionalsocialismo alemán».
En la historia, bajo esa óptica, se asumieron e implantaron estas ideas como verdades absolutas al extremo, como en el nazismo, de pensar en el sometimiento del mundo y en el exterminio de conglomerados humanos sobre la falsa idea de la superioridad de la raza. Las diversas manifestaciones en las que se expresa el racismo, sin embargo, no son solo observables en esa época y en esa latitud, sino que han trascendido el tiempo y el espacio.
La invasión y colonización de América se arropó con el argumento de la superioridad de la raza. Su finalidad era consolidar el dominio de los invasores e imponer modelos económicos que se extendieran en el tiempo y garantizaran la explotación y el saqueo de los bienes y recursos de los pueblos originarios. Visto así, el racismo no ha sido más que un mecanismo para esos efectos.
En Guatemala se ha construido un Estado que responde a esos modelos económicos, en el cual los poderes que le han dado forma han visto a los pueblos originarios, más que como pueblos con derechos, como sujetos útiles y objeto de explotación. Así se explican, por un lado, las abismales diferencias en lo económico, político, jurídico, cultural y social cuando se hace la relación blanco-moreno y, por otro, el desprecio con que se tratan los reclamos de respeto a los derechos específicos de los pueblos indígenas y la permanente y casi salvaje descalificación de figuras políticas indígenas que ejercen su condición de sujetos políticos y encaran la historia de nefastos e injustos saqueo y exclusión.
El Estado racista ha implantado imaginarios y reproducido prejuicios diligentemente mediante mecanismos que excluyen al diferente y que van desde la reproducción de estereotipos hasta la permisividad en la ridiculización a través de la jocosidad perversa. El fin: implantar en el imaginario social la idea de que los indígenas son inferiores y la permanente necesidad de interiorizala, ya que dicha condición es consustancial al sistema.
Aun sin reconocerse la discriminación racial como tal, en el país hay instrumentos jurídicos que a la luz del debate, y particularmente de la lucha de los pueblos indígenas, se han incorporado al orden jurídico nacional y que de alguna manera pretenden encararla. Es el caso de artículo 202 bis del Código Penal, que ya ha sido puesto a prueba. A la luz de este se han litigado casos de discriminación étnica en los tribunales nacionales. Sin embargo, a pesar de las sentencias condenatorias que de ellos derivaron, estas no impactaron en el imaginario social dominante.
Por fortuna, se ha demostrado que el racismo es profundamente antihumano. Y lo más avanzado de la humanidad ha forjado un conjunto de medios y de instrumentos jurídicos internacionales que pretenden eliminarlo a partir de considerar «que la supuesta superioridad que lo argumenta es científicamente falsa, jurídicamente invalida, moralmente injusta y socialmente condenable». Sin embargo, y contrario a esta aspiración, en el mundo de hoy hay férreas resistencias y peligrosos rebrotes. Y en Guatemala en particular hay una ideología que subyace y que se resistirá a sucumbir por las implicaciones que tiene en el modelo económico y político instaurado por las clases dominantes.
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