El diálogo que están planteando diversos sectores para enfrentar la crisis tampoco es nuevo ni novedoso. La situación de exclusión política, social y económica de los pueblos indígenas y de grandes segmentos de la población ladino-mestiza tampoco es nueva ni novedosa. Tampoco es nuevo ver en estos momentos de crisis que son los mismos de siempre los que dicen lo mismo. Y si acaso hay nuevas voces y nuevos actores, tampoco es nuevo y novedoso que planteen lo mismo de siempre.
Por ejemplo, el presidente del Cacif argumenta que hay que sumar esfuerzos para volver al camino de la democracia y del bien común (nada novedoso), que el diálogo debe abrir el debate sobre las condiciones para una aplicación correcta de la justicia, garantizando el debido proceso, la presunción de inocencia y el derecho de defensa. Al mismo tiempo reclama la falta de «acción en temas importantes como las ocupaciones ilegales de terrenos privados, los ataques violentos contra la industria y la persecución indiscriminada y hasta ilegal contra proyectos importantes [...] los hechos anteriores son atentados terroristas»[1].
Por su lado, Felipe Bosch, presidente de la Fundesa, expone que han creado «un grupo de análisis al que denominan Reflexión». Entre otros, está integrado por Eduardo Núñez, Helen Mack, Catalina Soberanis, Mariel Aguilar, Eduardo Stein, Édgar Celada, Fernando Valdez, María del Carmen Aceña y Vinicio Cerezo Blandón. El objetivo es lograr una agenda común para alcanzar acuerdos y reducir el ambiente de polarización que se ha generado en los últimos dos años[2]. Y en relación con organizaciones comunitarias, campesinas e indígenas, que no están incluidas en su grupo, plantea: «Jamás las apoyaría. Vienen de bases delincuenciales. En el momento en que uno utiliza algo que no le corresponde, está en contra de la ley. Yo no voy a apoyar nada que vaya en contra de la ley».
Paralelamente, Roberto Ardón, ejecutivo del Cacif, plantea que un pacto político no debe enfocarse en los contenidos, sino en los procedimientos de construcción del pacto. Y aboga por que «ciudadanos respetables, referentes y creíbles puedan ofrecer a los actores institucionales de un pacto, a título de contribución personal y desinteresada, ideas concretas al respecto».
En pocas palabras, es el sector hegemónico, de nuevo, el que plantea y pretende definir un proceso de diálogo nacional para enfrentar la crisis política, económica y cultural que históricamente él mismo ha provocado por acción u omisión, sin duda para preservar sus privilegios. Como un moderno tribunal de inquisición política, determina quiénes son de su agrado para participar, qué temas son de su interés (no los de amplios colectivos sociales y de pueblos indígenas, los cuales no se mencionan para ser incluidos en estas propuestas de diálogo), cómo realizarlo y, en consecuencia, en dónde y en qué momento.
Así, con esa visión occidentalizada no se puede. De Sousa Santos señala que hay que aceptar que la comprensión del mundo es mucho más amplia y diversificada que la comprensión occidental del mundo, ya que, desde esta reducción del conocimiento, todo aquello que no coincide con esta es considerado atrasado y peligroso. Argumenta que, «en el momento en que el mundo eurocéntrico da evidentes signos de agotamiento intelectual y político, se abre la oportunidad para apreciar la diversidad cultural, epistemológica y social del mundo y hacer de ella un campo de aprendizajes».
Y es bajo ese planteamiento como la visión y los intereses de los pueblos indígenas deben ser tomados en cuenta y aceptados en la construcción del Estado plural. La defensa de la madre tierra, la consulta como un derecho constitucional, la vigencia del sistema jurídico indígena, las lógicas y dinámicas del poder comunitario y el amplio y múltiple acervo cultural que ha servido de soporte, aunque de manera folclórica, al Estado colonial deben ser aportes que, junto con el análisis crítico del modelo económico productivo impuesto, nutran un verdadero diálogo que se concrete en acciones y políticas directas y viables para evitar que Guatemala tenga un Estado fracasado.
La resistencia indígena debe valorarse como un importante elemento sociopolítico de ejercicio de auténtica ciudadanía, que pueda instilar valores éticos y morales al quehacer político de los cuatro pueblos de Guatemala, para que ¡nunca más! la corrupción trunque las aspiraciones del buen vivir de todos y todas.
[1] Prensa Libre, 3 de septiembre de 2017, página 21.
[2] Prensa Libre, 6 de septiembre de 2017, página 14.
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