En un lado hay una megalópolis de argumentos y datos científicos que prueban sin posibilidad alguna de refutación la veracidad de su punto de vista. Y en el otro lado hay un estado de abandono, donde los creyentes sienten tanta vergüenza acerca de la pobreza de sus ínfimas razones y causas que ni se esmeran en exponerlas.
Tenemos varios ejemplos de este modelo de debate. Casi todos tienen la misma dinámica, o sea, el primer argumento gana con razones, pero el segundo injustificadamente y injustamente manda en la vida pública real. No hay que mirar muy lejos para los ejemplos. Otra vez tenemos delante un informe, esta vez de las manos de la Comisión Global sobre Política de Drogas, sobre el gasto absolutamente contraproducente en la guerra contra estupefacientes: el incremento de 27 por ciento en el uso mundial de cocaína entre 1998 y 2008 ocurrió con el trasfondo de Plan Colombia, Plan Mérida, Cero Tolerancia, y una enorme población encarcelada en EE. UU. Pero no se preocupe, porque los números no cambiarán nada: ahora los rusos quieren enviar sus adictos al gulag.
Se podría entablar un juego interesante de salón en el que se identifique otros temas que sufren la misma dinámica. Las ventas de armas pequeñas a países en desarrollo. La pena de muerte en EE. UU. La necesidad de integración financiera en la euro-zona. Y, obviamente, la reforma fiscal en Guatemala: el vals casuístico de Marco García Noriega, del Cacif, en estas páginas sería un buen ejemplo de un verdadero experto esquivando la abundancia de pruebas en su contra.
Pero hay otro tema, de enorme transcendencia, que comparte esta misma estructura desequilibrada. Hace un par de años, dos investigadores sociales británicos, Richard Wilkinson y Kate Pickett, publicaron un libro llamado en inglés The Spirit Level (en versión castellana, La Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva), donde hacen un repaso por la cordillera Himalaya de ensayos científicos que hoy en día nos muestra que las sociedades más desiguales sufren cuotas más altas de ciertas enfermedades, condiciones psicológicas, crímenes y otras manifestaciones de malestar.
La reacción al libro fue inicialmente positiva: en ese preciso momento, Occidente todavía tenía resaca después de la crisis financiera de 2008, y el socialismo y el keynesianismo parecían rumbos deseables para el mundo en desarrollo (o, como decía el ruso Mikhail Gorbachev, la solución a la crisis fue comunismo para los ricos y capitalismo para los pobres). Un año más tarde, los institutos e investigadores de la derecha en EE. UU. y Gran Bretaña habían sacado sus alfileres, y encontraban un número de pequeñas debilidades estadísticas en el libro que podían utilizar para socavar el argumento y tachar el texto como un engaño a los lectores.
Seamos honestos: durante todo este proceso, ninguno de los críticos del libro intentaba alzar una pancarta para decir que le desigualdad es muy buena, y que hay que tener más brechas, comunidades valladas, salones VIP y borracheras al intemperie. Sería muy difícil, de hecho, construir un argumento en exactamente este sentido. Obviamente se puede hablar —y frecuentemente se habla— en términos eufemísticos, por ejemplo de la necesidad de incentivos profesionales y premios al riesgo. Pero, al final, estos conceptos justifican un cierto nivel de diferenciación entre ingresos y, por lo tanto, de riqueza familiar, aunque casi siempre en base de un modelo de sociedad meritocrática donde cada persona tiene la posibilidad de subir o bajar la escala social según sus capacidades. Claro que sí. Sin embargo, estos argumentos no logran nunca hacer tolerable y correcto los niveles de desigualdad que enquistan la falta de oportunidad y la marginalización desde el día del nacimiento al día de la muerte.
Precisamente, esta situación vemos con cada vez más normalidad en Europa y EE. UU. En Centroamérica desde hace tiempo es la moneda común. ¿Al mismo tiempo, con cuánta frecuencia vemos una justificación elaborada y convincente de los niveles de desigualdad que sufre Guatemala? El debate, si existe, pasa por la fuerza inamovible de la realidad, y su coeficiente de Gini estratosférico, contra aquel mundo de sueños constituido por las razones, la ciencia y la lógica.
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