Depende de por dónde se aborde y a quién se cite.
Problematicemos las cosas un poco más. Rancière, en Aux bords du politique, hace una pregunta que quizá podemos contrastar con el clásico cuestionamiento de Alcántara de qué es la política. Rancière hace la siguiente pregunta: ¿cuándo ha habido política? No debe dejarse de lado el hecho de que hay en Rancière algún grado de desencanto por el ejercicio de la política tradicional y un deseo de regresar a formas políticas sin mediación alguna. Algo que no es nuevo y que ya había sido planteado por las formas de socialismo no marxista (por ejemplo) en la Inglaterra del siglo XIX.
Lo político. ¿El ejercicio de la delegación? ¿De la fiscalización? ¿De la participación? ¿Del diálogo libre, y entonces lo político y la democracia se hacen por fuerza inseparables? Yo digo que sí por mi vocación democrática.
Pero apuntemos a una respuesta diferente. ¿Es lo político la simple ejecución discrecional y brutal del poder? Sí así las cosas, de nuevo la necesidad de citar a Trasímaco. Pero, no obstante el pesimismo de Trasímaco, tampoco deja de ser cierto que, para la mayoría de los griegos ya muertos, el juego de la democracia —como aquella asamblea para dialogar con base en determinadas reglas— podía no ser perfecto, pero era una forma de gobierno preferible a cualquier otra. Aunque la polis se hubiese corrompido, ese ámbito espacial de igualdad donde cualquier opinión es escuchada, oída, debatida y votada jamás sería desechado.
La democracia como forma de vida.
Y esto, precisamente, es una cuestión que se encuentra en el meollo del debate en los contextos democráticos modernos que apuntan hacia la experiencia del posconflicto y las democracias no consolidadas. Pareciera que responder al cuestionamiento de si la democracia tiene sentido ya no es solamente una cuestión a plantearse frente a los bajos niveles de participación ciudadana en las rondas electorales, o incluso ante ese fenómeno ya conocido por el mismo Sócrates respecto a la compra del cargo público (es decir, la corrupción de hoy), que genera ciudadanías enfrentadas al entramado institucional. Será necesario, en efecto, abordar en algún punto de estas columnas las implicaciones que tiene la demanda de un gobierno de transición articulado en el contexto de una democracia frágil, pero que en efecto ya había logrado la transición hacia la democracia. Porque no puede dejarse de lado el hecho de que no siempre los gobiernos de transición devuelven el poder. Y habremos de discutir entonces si se consiguen resultados mucho más puntuales gracias a la tutela de la cooperación internacional en democracias frágiles donde, por cierto, jamás hubo interés en construir agencias sólidas de fiscalización gubernamental.
Pero por ahora digamos lo siguiente.
A veces la polis requiere que algunos se sacrifiquen por la ciudad y la rediman. Lo hizo Sócrates al exponer los vicios de su Atenas. Pero incluso Sócrates jugó con las reglas de esa polis que llegó a denominar «la ciudad de los cerdos». Figura literaria aparte, lo hizo Falcone al intentar purificar el sistema político italiano mediante el uso de la misma institucionalidad local —con sus tonos de negros y blancos— . Incluso el rol actual que juega la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala demuestra que, en efecto, sí es posible generar resultados positivos mediante el uso de la institucionalidad existente, aunque esta sea precaria, limitada e imperfecta.
La cuestión de fondo para mí es apuntar a un dilema medular: o las reglas —las pocas buenas— se legitiman y se utilizan (pudiendo apuntar hacia una agenda de reformismo), o se deslegitiman estas y se construyen otros carriles para afectar al sistema político. El punto de fondo es que, si la última opción es la seleccionada, habremos matado la poca vocación democrática que pudo haberse construido.
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