Por ejemplo la vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santa María declaró, en la rueda de prensa posterior al penúltimo consejo de ministros, que el ejecutivo respetaba el derecho a la huelga pero que no les parecía que fuese algo constructivo dadas las circunstancias.
La también popular Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid y peso pesado del ala dura del Partido fue mucho más allá, y afirmó que hacer huelga le parecía algo antipatriótico.
Incluso hay voces que afirman sin pudor, que la huelga constituye una medida de presión socialista descabellada y sin sentido, esgrimiendo el peregrino, sensacionalista y demagógico argumento de los 5 millones de parados que no podrán hacerla.
Ahondando en este simplista ideario, se asegura que ni siquiera se le han dado al gobierno sus 100 días iniciales de gracia, y que lo que hay que hacer, en lugar de salir a las calles a protestar, es trabajar.
Esta corriente de opinión, nada minoritaria, sitúa a los potenciales huelguistas en el bando contrario al suyo merced a la habitual dialéctica maniquea derechista de "conmigo o contra mí", y se aprovecha del hecho de que los sindicatos no gozan precisamente de una buena salud ni de un buen crédito entre la población, que les permita tener un gran poder de convocatoria.
Precisamente por eso, quizá el éxito de esta huelga general marque la última ocasión en la que los sindicatos puedan tratar de recobrar parte del inmenso caudal de apoyo que han perdido en los últimos años entre la clase trabajadora. Aunque los datos no son nada alentadores.
El 63% de los españoles desaprueba la reforma laboral. Un tercio de los trabajadores piensa que a corto plazo es probable que pierdan su trabajo y un 70% de los parados considera que es poco o nada probable que logren encontrar empleo pronto. Y, sin embargo, dos de cada tres españoles —67%— opina que, en estos momentos, una huelga general no serviría de nada.
Toda esta maraña de perversas cifras está relacionada con el miedo que muchos trabajadores, que penden de un precarísimo contrato laboral y se sienten hondamente desencantados por la clase política, tienen a las posibles represalias que pueden sufrir por faltar a su trabajo como forma de protesta.
Además, hay que tener en cuenta que la izquierda en España está desarbolada y desmotivada. Por otro lado, el Partido Popular ganó las elecciones con mayoría absoluta y es lógico pensar que sus votantes están plenamente satisfechos con la reforma.
En cualquier caso, es evidente que tan legítimo es no hacer huelga como hacerla. Aunque en estos momentos de absoluta indefensión ante el poder y frustración ciudadana, salir a la calle a protestar constituya una de las pocas formas de rebeldía civil posibles. Porque si nos quedamos en casa, puede que hayamos entregado sin resistencia el último territorio que permanecía libre ante la dictadura de la indiferencia, convirtiéndonos en sus lánguidos cómplices.
Ahora bien, si la huelga no acaba siendo un éxito de participación, ni la reforma laboral ni la imposición desde Europa de las políticas ultraliberales adoptarán la lógica ni la legitimidad que hasta ahora no han tenido. El ciudadano de a pie seguirá siendo el chivo expiatorio que paga los platos rotos de los bajos instintos del poder. Y los sindicatos tendrán que renovarse o morir.
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